Los Acuerdos de La Habana o la legitimación de un Propósito Nacional

Ismael Molina

Pese a los múltiples comentarios que ha suscitado el reciente acuerdo entre el Gobierno nacional y las Farc, sobre el cese bilateral del fuego y las optimistas interpretaciones sobre el final del conflicto, considero que vale la pena ahondar en algunas aristas del proceso, por la importancia que pueden tener para nuestro país.

Cuando se mira retrospectivamente el acuerdo alcanzado, rápidamente se aprecia que éste es el resultado de un esfuerzo persistente de no menos de siete presidentes y de más de 30 años de intentos para encontrar una salida a la confrontación. Quien mejor definió este derrotero fue el expresidente López Michelsen, cuando en entrevista durante la campaña electoral de su intento de reelección, sostuvo que solo se podría llegar a una negociación exitosa con la guerrilla después de haberla debilitado militarmente y al observar nuestro pasado reciente podemos señalar que sin el Plan Colombia promovido por la administración Pastrana Arango y llevado a su máxima expresión por Uribe Vélez, el actual Acuerdo no hubiera sido posible.

El fortalecimiento militar que implicó el Plan Colombiana firmado por Pastrana Arango permitió reconstruir un Ejército nacional que había sufrido reiteradas derrotas militares y que fue la base de las acciones militares que se realizaron durante los períodos de Uribe Vélez, que lograron parar el crecimiento militar de las Farc y menguar su capacidad militar de control territorial.

El gran acierto del Presidente Santos fue saber leer correctamente su momento histórico y asumir el reto de buscar el cierre de la confrontación con una negociación política, buscando el fin de la guerra. Pese a la contundencia y superioridad del Ejército nacional, la pretensión de aniquilamiento del enemigo en armas, solo se da en situaciones muy particulares; lo normal es la finalización del conflicto con base en negociaciones políticas, donde todas las partes involucradas ceden, buscando una situación de equidad entre ellas, donde hayan menos venganza y más capacidad de comprensión frente a las condiciones objetivas que han justificado la confrontación, como una acción legítima de un grupo de la población que se han sentido vulnerado y excluido.

Esta constante de nuestra historia reciente pone en evidencia que la búsqueda de la Paz no ha sido un objetivo ni partidista ni de gobierno, sino que tiene el comportamiento de un Propósito nacional, que trasciende los períodos de cada administración para reaparecer con otros ropajes y aderezos en la siguiente, hasta que al fin se ha logrado.

Esta condición nos enseña que la construcción de la Nación colombiana y su modernización se puede obtener cuando lo que la guía son esos propósitos, que responden a las necesidades más profundas del cuerpo social y no a los intereses cortoplacistas del político de turno. Si esta lógica, consciente o inconsciente, se aplicara a otros propósitos como la eliminación de la pobreza, la reducción de las desigualdades, la eliminación de la corrupción o la derrota de la criminalidad, sin retrocesos ni dudas, el resultado sería un país con mejores posibilidades de desarrollo y crecimiento, donde no solo se firmaran acuerdos, sino que se construyera la Paz.

Pasando de la visión histórica a la prospectiva, se debe señalar la relevancia que tiene el Acuerdo firmado para la legitimación del Estado Colombiano y para el ejercicio soberano de la fuerza. La dejación de las armas por parte de las Farc, la aceptación de las decisiones de la Corte Constitucional, el reconocimiento de la justicia y de la estructura político – administrativa entre otras acciones, no son ni más ni menos que el reconocimiento de la existencia de un Estado Social de Derecho legítimo, que tiene la posibilidad y capacidad de imponer la ley en representación de todos sus ciudadanos. Este no solo implica la aceptación del poder del Estado, sino que implica el reto de ser capaz de convertirlo en el instrumento idóneo para la transformación de Colombia.

Es, por primera vez en este último medio siglo, que esta condición se produce e implica que, también por primera vez, el ejercicio soberano de la fuerza contra los grupos armados ilegales, que controlan amplios corredores del territorio nacional, amparando las acciones delincuenciales derivadas del narcotráfico, la minería ilegal u otras actividades al margen de la ley, se deba realizar sin pausa, pues ello es una condición indispensable para poder construir el país seguro y democrático que todos anhelamos.

Un tercer asunto es de coyuntura. Suponer que el establecimiento de 23 áreas veredales de concentración, de un kilómetro cuadrado cada una y de 8 áreas campamentarias de menor tamaño, implica “la entrega del país a las Farc”, no pasa de ser una exageración y una estupidez. Recordemos que la zona de despeje del Caguán fueron 42.000 kilómetros cuadrados, área equivalente a la de algunos países centroamericanos y aún así se evitó la entrega del país a las Farc. Lo actualmente establecido en el Acuerdo de cese bilateral, es solo la concesión justa y necesaria para que el grupo armado pueda tener condiciones de seguridad en su tránsito a la vida civil y para hacer la pedagogía de grupo armado a grupo político, para que dejen de echar balas y mejor echen discursos. 

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