Los últimos lamistas

Iván Ramírez Suárez

La guerra de los siete años (1756 - 1763) tuvo lugar en territotio norteamericano e involucró a dos de las potencias europeas de la época (Francia e Inglaterra) y a los indígenas pobladores de esta extensa parte de América.

Para algunos historiadores fue la Primera Guerra Mundial en la historia de la humanidad y dejó más de un millón de muertos.

Su historia, la contó con lujo de detalles el escritor James Fenimore Cooper (1826), en el libro que tituló ‘El último de Los Mohicanos’, en que destaca y resalta la valentía y fortaleza de los indios Mohican objeto de la lucha por la dominación y exterminio que se disputaban Inglaterra y Francia, quienes pretendían sacarlos de su territorio (lo que hoy es Nueva York).

350 años después, no podemos dejar de recordar las palabras de Chingachgook, personaje principal de la historia, que marcó tanto el título del libro como el de la excelente edición cinematográfica (una de las mejoras bandas sonoras) que de ella se hizo con posterioridad: “Cuando Uncas siga mis pasos, no quedará ya nadie de la sangre de los Sagamores, pues mi hijo es el último de los mohicanos”.

Frase que está presente para identificar a quienes con la misma condición y caracterización hoy están en territorio tolimense luchando por defender el legado, principios y espíritu de lucha de su maestro y guía espiritual y cultural Manuel Quintín Lame.

Más de 200 familias indígenas de la etnia Pijao, agrupadas en resguardos y parcialidades, ubicadas en territorio ancestral del Sur del Tolima, en Prado, Natagaima y San Antonio, sufren a diario la guerra psicológica y jurídica que los tiene a punto de ser desalojadas con utilización de la Fuerza Pública (Policía y Ejército) en cumplimiento de órdenes judiciales que se niegan a reconocer los derechos a la preservación socio-cultural, de territorialidad ancestral y a la vida del pueblo Pijao.

Muchos años de lucha, posesión, recuperación territorial y unidad familiar en predios que en otrora fueron destinados a cultivos ilícitos o abandonados, están convertidos en parcelas productivas y fértiles por los indígenas de Balsillas, San Antonio de Calarma y los Yaporogos Taira de Prado y ante la evidente valorización de los mismos, el acceso y facilidad a los medios de transporte y comunicación y la consiguiente erradicación de condiciones de inseguridad que en otrora debieron ser afrontadas por los indígenas a costa de muertes y persecución, han propiciado el latente desalojo judicial.

La problemática social no es parte de las consideraciones de hecho o de derecho que hoy esgrimen quienes instrumentalizando la justicia pretenden aumentar su fortuna a costa de la desintegración familiar, cultural y social de los indígenas Pijaos.

Pero si como esto no ameritara una mirada del poder político y estatal, sus mismos pares con mando y poder organizacional (organizaciones de segundo y tercer grado) esquivan o eluden asumir compromisos solidarios para evitar la masacre cultural y familiar de estos aborígenes.

Solo me resta agradecer el apoyo y compromiso de la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos en Colombia, que les ayuda y les sigue colaborando a éstos: los últimos de los lamistas.

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