Inhumanidad

¿De qué ha servido la Declaración de los Derechos Humanos aprobada por la Asamblea General de las Naciones Unidas el 10 de diciembre de 1948? ¿Se ha aplicado alguna vez la Convención contra el Genocidio, que fue el primer tratado internacional tramitado por la ONU?

Me hago esas dos preguntas a propósito de la barbarie que ha ocurrido, ocurre y me temo que seguirá ocurriendo en muchos lugares del mundo. Hablo del desangre de Siria con sus tres millones de desplazados, de lo que ha sucedido en Libia, de la que acaba de ocurrir en Gaza con sus más de dos mil 500 muertos y sus multimillonarios daños, de las atrocidades que practican y difunden por Internet los militantes del Estado Islámico y Al Qaeda, de los millares de refugiados africanos y del medio oriente que siguen llegando a una Europa que los abomina y desprecia, del genocidio del imperio otomano contra los armenios, del Holocausto, de las atrocidades de los Jemeres Rojos en Camboya y de lo que hicieron los hutus contra los tutsis en Ruanda. Y hablo también de las cosas tan horribles que han pasado en más de medio siglo de conflicto interno en Colombia.

Hay que reconocerlo. Muchos colombianos no quieren ver, oír o leer sobre la barbarie que ha ocurrido aquí y prefieren encerrarse en sus burbujas. No desean saber de los hornos crematorios que usaban los paramilitares en regiones como el Catatumbo para deshacerse de los cadáveres de sus víctimas, cierran sus oídos frente a las historias de los niños y las niñas que fueron reclutados a la fuerza y abusados sexualmente por “paras” y guerrilleros, están cansados de los relatos de los secuestros de la guerrilla, no les interesa saber de las fosas comunes en el Caquetá donde cientos –quizás miles- de personas están enterradas, no quieren saber de las masacres ni de los asesinatos selectivos y no están interesados en indagar por los cuerpos desmembrados o enteros que se tragaron literalmente los ríos. Tampoco saben, ni quieren saber, de las más de 25 mil desapariciones forzadas que ha habido en este país –en muchas de las cuales están implicados agentes del Estado-, ni de los “falsos positivos”, ni de las torturas contra muchísimos “sospechosos”, ni de la aniquilación de grupos políticos enteros, como la Unión Patriótica.

“Por algo será”, dicen algunos, como justificando las atrocidades. “Prefiero concentrarme en preocupaciones más importantes”, contestan los que están muy ocupados y no se quieren estresar. “Yo no sabía que eso pasaba aquí”, responden otros tantos. “Pobrecitos”, exclaman los más impactados, que tampoco hacen nada.

Así como Hanna Arendt, en su reflexión sobre la banalidad del mal, en el juicio a Adolf Eichmann en Jerusalén, se cuestiona por qué millones de alemanes que veían actuar a los nazis se cruzaron de brazos y miraron para otro lado, podríamos preguntarnos los colombianos qué hemos hecho frente a tanta barbarie y la respuesta es dolorosa: casi nada.

Lo peor es que muchos de los que se han atrevido a hacer algo han sido eliminados miserablemente. El 25 de agosto de 1987 fueron asesinados tres defensores de derechos humanos en Medellín. Primero fue acribillado el dirigente del magisterio Luis Felipe Vélez. Y esa noche, cuando iban a su velorio, el turno fue para los médicos Leonardo Betancur y Héctor Abad Gómez, presidente del comité de derechos humanos de Antioquia. Años más tarde, su sucesor, Jesús María Valle, también fue blanco de las balas asesinas.

Cuando se ve que los muertos siguieron y que las prácticas del conflicto fueron cada vez más crueles y aterradoras, uno se queda sin palabras para encontrar una explicación racional de la barbarie, si es que puede haberla. Lo que sí sé es que en la respuesta tienen que usarse palabras como impunidad, anomia, insolidaridad, indiferencia, indolencia y complicidad.

Todo eso que ha pasado en Colombia y el mundo entero refleja un gran retroceso moral de la humanidad. Por eso me cuestiono la contradicción de los dirigentes del mundo que predican un discurso de respeto por los derechos humanos en los foros internacionales, aunque en la práctica esas garantías se aplasten en nombre de cualquier cosa: de la seguridad, de la democracia, del orden, de la libertad, de Dios, de la revolución, de la patria o de la raza.

Esa barbarie, que se resiste a desaparecer, es el fruto de la inhumanidad de un puñado de irracionales, muy poderosos, cuya locura condiciona y ensombrece la vida de miles de millones de personas en todo el mundo.

Credito
HERNANDO SALAZAR PALACIO

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