¿Democracia a la fuerza?

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Me pregunto si el voto obligatorio servirá para legitimar nuestra vieja, empobrecida y debilitada democracia, a propósito de la exótica propuesta que le colgaron al proyecto de reforma de equilibrio de poderes, que busca acabar con la reelección presidencial, instaurada en el reinado de Álvaro I.

Sí, para que no haya equívocos, Álvaro I es el mismo presidente-fundador de esa iglesia fundamentalista llamada Centro Democrático Alternativo, donde se le rinde tributo a un mesías de apellido Uribe.

Hace nueve años creí, ingenuamente, que el voto obligatorio podría ser un remedio útil contra los males que aquejan a nuestro sistema democrático y electoral, como la abstención y la falta de transparencia.

Cuando expuse mi idea ante un auditorio calificado, el alud de argumentos en contra me convenció de que estaba completamente equivocado.

Dicen los defensores del voto obligatorio -cuya aplicación en otros países del mundo ha sido un fracaso- que si se llega a instaurar en Colombia, entonces se podrían acabar viejos vicios como la compra de votos y se legitimarían los procesos electorales, donde muchos votantes marcan los tarjetones a cambio de favores económicos, contractuales o alimenticios el día de las elecciones. O donde hay políticos expertos en ganar las elecciones durante los escrutinios o con las demandas en el Consejo de Estado.

Pero creo, sinceramente, que el voto obligatorio es un distractor, porque la democracia no se puede construir a la fuerza, a base de obligar a la gente a votar y castigarla por no hacerlo, cuando en muchas ocasiones la abstención es una forma de protestar.

En medio de las quejas por la falta de legitimidad de nuestro sistema electoral, el voto obligatorio es un remedio llamativo, que no cura la enfermedad, sino que la disimula.

La democracia, ese ideal que se nos suele quedar en el papel a los colombianos y a muchos habitantes del planeta, se construye con otros ingredientes. Por ejemplo, con partidos más serios y con una cultura política, donde se exija responsabilidades a las organizaciones partidistas y a los elegidos.

Si en Colombia hubiera responsabilidad política, los electores serían capaces de revocar los mandatos de los corruptos -cosa que hasta ahora no ha ocurrido en ningún municipio del país- y, al mismo tiempo, castigarían a las organizaciones políticas que postulan, logran elegir y siguen reciclando candidatos que defraudan a sus electores.

Si en el Tolima existiera noción de lo que significa responsabilidad política, al Partido Liberal, por ejemplo, le pasarían la cuenta de cobro por esa cosecha de alcaldes impresentables que hemos tenido en Ibagué en las últimas dos décadas. O a buena parte de la clase política de la capital del departamento -incluidos los conservadores y los conversos del Centro Democrático- le cobrarían su incapacidad de construir un proyecto de ciudad, que trascienda los límites de la Plaza de Bolívar y del Parque Murillo Toro. Esa clase política pagaría por esa miopía crónica que tiene a Ibagué rezagada del resto de capitales departamentales.

En vez de voto obligatorio, lo que necesitamos es una ciudanía activa, que sea capaz de construir un sistema democrático más legítimo, donde la responsabilidad política esté a la orden del día y sea mucho más que un discurso.

Si los colombianos no somos capaces de hacerlo, estamos condenados a seguir en manos de los contratistas y los jefes políticos que eligen concejales, diputados, representantes, senadores, alcaldes y gobernadores corruptos que siguen tan campantes.

Credito
HERNANDO SALAZAR PALACIO

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