El traficante

Benhur Sánchez Suárez

Denunció en su columna habitual en un diario nacional hace unos días nuestro querido poeta, novelista y ensayista William Ospina, el abuso de autoridad de un policía que, en su celo por defender un orden que ni él mismo entiende, multó al joven poeta Jesús Espicasa por invadir el espacio público con su poesía en la localidad de Usaquén, Bogotá.

De traficante de poemas lo acusó el uniformado y procedió a imponerle la multa más alta que contempla el inefable código de policía.

No le sobran palabras a su queja. Es inverosímil que el autoritarismo haya llegado hasta este límite.

Necesariamente nos obliga a meditar y descubrir la arbitrariedad en que vivimos pero, sobre todo, la condición humana de quienes nos gobiernan. Lo que hacen dirigentes y gobierno no es facilitarle la vida al ciudadano sino complicársela, hacérsela cada día más difícil.

Es más, pareciera una estrategia de financiamiento que obliga a las autoridades a multar y castigar a los ciudadanos, con todas las sinrazones de por medio. Esos que son llamados a proteger la vida y la honra de los colombianos, son los que comenten las peores canalladas.

Es un autoritarismo irracional. Comencemos por la babosada de los siete enanitos, sigamos con la empanada como símbolo de la invasión del espacio público y lleguemos a la poesía que invade el espacio espiritual de tantos transeúntes en el mundo.

Este episodio, denunciado por la ira literaria de William, debe ser subsanado. En respuesta, se debe enaltecer a los poetas, cualquiera sea su condición, porque ellos hacen que la vida sea llevadera, desnudan los artificios de la sinrazón y abren las perspectivas del sueño y la esperanza posibles.

La hoja suelta es el rebusque del poeta sin dinero ni estímulo para publicar un libro. Hay que respetar el sagrado derecho a ser lo que uno quiere ser y a dar a conocer el producto de su atrevimiento a ser uno mismo.

La queja de William y la visión a diario de esta lucha por la supervivencia, física y espiritual, me recuerda algunos poetas de Ibagué que imprimían hojas sueltas y las ofrecían en la calle. “Poesía plegable”, la llamé entonces. Cómo no traer de la memoria la figura de Carlos Castillo (Q.e.p.d.) o la impronta de las hojas revisteras de Jairo Polanco, que fueran habituales en nuestros espacios culturales. Ellos superaron la barrera de la hoja suelta, publicaron sus libros, pero nadie los persiguió por su auténtica lucha por ejercer la felicidad de la creación sin represiones.

Tiempos álgidos estos en que un poeta que vende sus poemas en hojas sueltas es castigado como si fuera un delincuente y en que los asesinos, corruptos y ladrones caminan campantes por el espacio público ridiculizando a las autoridades.

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