La democracia solidaria, parte III

Alfredo Sarmiento Narváez

¿Y qué luces aporta la solidaridad a la democracia?

A finales del siglo XIX, Émile Durkheim introdujo la solidaridad como categoría de análisis sociológica condicionada por la división del trabajo y describió dos de sus manifestaciones: solidaridad mecánica (entre personas más o menos iguales en labor por ser escasa la división del trabajo, con similares creencias y sentimientos, más propia de contextos rurales, espacios familiares y comunitarios) y solidaridad orgánica (entre personas y organizaciones diferentes, con marcada división del trabajo, en contextos sociales más complejos, diversos y urbanos).

Con importantes aportes hechos por la doctrina social de la Iglesia Católica, centros de pensamientos socialdemócrata y conspicuos académicos de tradiciones de pensamiento, en las décadas finales del siglo XX y en lo que va corrido del XXI, la solidaridad como principio ético, político, cultural y social, ha venido emergiendo a tal punto que algunos autores ya hablan de derechos de solidaridad como sinónimo de una tercera generación de derechos, complementaria a la primera generación que están en función del individuo y sus libertades, y a la segunda generación de derechos que se piensan en función del bienestar social de los ciudadanos. Los derechos de solidaridad remiten a los derechos a la paz, al desarrollo y el medio ambiente.

No obstante la reiterada apelación a la categoría de solidaridad en tiempos que corren, la democracia aún sigue siendo leída y vivida prácticamente en función de los principios de libertad y de igualdad, como ese régimen político para garantizar derechos de primera y segunda generación. En esa lógica, la democracia se ha visto sometida a las visiones excluyentes de creer que es la derecha la visión política que prioriza los derechos de libertad y un modelo mercadocéntrico de economía y es la izquierda la que prioriza los derechos sociales apelando a la función reguladora e interventora del Estado, donde lo público casi que se vuelve sinónimo de burocracia estatal.

Es menester empezar a leer a futuro la democracia en clave de solidaridad.

Para que la solidaridad pueda insuflar aire renovador y refrescante a democracias recalentadas en sus aspectos procedimentales y aplazadas en lo que les atañe como apuestas culturales y axiológicas para facilitar la convivencia vía actitudes que contribuyan a la dignificación de todos, es necesario trascender, de una vez por todas, la lógica de la solidaridad como un deber de obligatorio cumplimiento y empezar a entender y asumir la solidaridad como un derecho que se ejerce por voluntad propia de las personas y de las organizaciones.

Pasar de entender la solidaridad y el acto de solidarizarse como un deber, para interiorizarla como un derecho, es una revolución en primera instancia ética que exige pasar de una ética de la heteronomía a una ética de la autonomía. Si coincidimos en que la democracia es el mejor régimen político para promover sujetos personales, comunitarios, sociales y territoriales capaces de vivir una autonomía socialmente competente, socialmente responsable, la solidaridad que le dé nuevas alas, debe ser también una experiencia nacida en la autonomía de los sujetos sociales, las personas y las organizaciones.

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