¿Que viene después de Orlando?

Robert Shaves Ford

Luego de derrotar a dos enemigos totalitarios, el fascismo y el comunismo, que habían surgido de sus propias entrañas, las democracias de raíces europeas afrontan a otro que les es tan ajeno que les cuesta entenderlo ¿Cómo es posible -se preguntan- que fanáticos de ideas medievales se crean capaces de desafiarnos? ¿No comprenden que nuestros ejércitos podrían aplastarlos sin tener que esforzarse? Lejos de sentirse asustados por las amenazas apocalípticas proferidas por quienes se suponen guerreros santos, los tratan como delirantes que merecen simpatía. Los más compasivos dicen que los islamistas son víctimas de la maldad occidental y que, para tranquilizarlos, sería suficiente pedirles perdón por lo hecho en su contra y darles lo que están reclamando pero, claro está, la humildad ostentosa de tantos líderes europeos y norteamericanos, además de personajes como el papa Jorge Bergoglio, no ha tenido los resultados previstos. Antes bien, al convencer a los yihadistas más furibundos de que están ganando, ha llevado el mundo al borde de una catástrofe.

La reacción inicial de tantos frente a la matanza de una cincuentena de personas en aquella discoteca gay de Orlando fue aleccionadora. Celebraron reuniones, encendieron velas, cantaron himnos, hicieron flamear banderas arco iris y afirmaron que sentían solidaridad no sólo con los muertos, sino también con los correligionarios del asesino, aunque en muchos países llamaba la atención la ausencia de dirigentes musulmanes entre las muchedumbres que se congregaron en docenas de ciudades en diversas partes del mundo.

Aunque Obama se permitió calificar la matanza de “terrorista”, se negó a agregar el epíteto ya habitual de “islámico”.

Pues bien: según las pautas islámicas, el asesino, Omar Mateen, no era un extremista sino una persona “normal”; en países musulmanes como Irán, Arabia Saudita, Emiratos Árabes, Yemen, Mauritania y Sudan, la homosexualidad es un crimen capital; a menudo, los juzgados culpables de ofender así a Alá son ahorcados o decapitados. Pero occidente se muestra más preocupado por la ola de “islamofobia” que podría desatar por la posibilidad de que los yihadistas se sientan alentados por la pasividad de gobiernos resueltos a atribuir los ataques al racismo de los nativos, a la pobreza, a la supuesta beligerancia israelí, al imperialismo europeo y norteamericano, a cualquier motivo salvo el más evidente: muchos musulmanes toman su fe muy en serio y prestan atención a los imames que, desde las mezquitas, los exhortan a atacar a los infieles hasta que reconozcan la supremacía de la ley de Alá. De todos modos, no cabe duda de que los muchos progresistas se ven frente a un dilema penoso. ¿Cómo reconciliar el apoyo apasionado a la causa gay con la voluntad firme de respetar todas las creencias y modalidades de los musulmanes?.

Después de lo sucedido en Orlando, no es demasiado probable que sean tan generosos los homosexuales militantes. Por tratarse de una minoría muy influyente en el ámbito cultural, una que, hasta ahora, ha tendido a solidarizarse con los islamistas por suponerlos compañeros en la lucha contra un sistema sociopolítico perverso. ¿Cuántos hay? Nadie lo sabe, pero en una época signada por la frustración existencial, sorprendería que no se contaran por decenas, tal vez centenares, de miles.

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