Un país de violencias que deben tener un final

Primero fueron las guerras de independencia y de ahí en adelante no hemos necesitado que nadie nos arme conflictos desde afuera, excepto la confrontación con el Perú, porque entre compatriotas se han armado y sostenido unas y otras formas de violencia, con los móviles más diversos;

uno de los motivadores que persiste es la tierra, cuya tenencia desde un comienzo estuvo viciada por el gamonalismo latifundista heredado del poder español, luego sobrevino la intolerancia política que en adelante se mezcló con la misma disputa por la tierra y así se consolidó la Colombia de origen y evolución violenta.

En medio de un país acostumbrado ya al continuo conflicto y signado por desigualdades y exclusiones, la violencia partidista no tardó en transformarse en violencia de Estado. Fue así como a mediados del siglo pasado un sector de la Fuerza Pública se enfocó contra los campesinos pobres del partido contrario al gobernante sin que se dejaran esperar por mucho tiempo las manifestaciones de rebelión, comenzando por el bandolerismo, que luego se tradujeron en la lucha subversiva que aún persiste.

Por su parte, los gobiernos sucesivos han mantenido la mira en combatir a los rebeldes, pero no han podido ganar totalmente esta guerra, que se exacerbó y escaló a niveles impensables. Pero, en medio de la confrontación encontraron campo abierto otros actores como el narcotráfico y las bandas de delincuencia común. Con el paso del tiempo, algunos actores del Estado colombiano y una parte de los representantes de la clase política, ingresaron en la estrategia de aliarse con el narco-paramilitarismo, bajo la equivocada idea de que “el enemigo de mi enemigo es mi amigo”, y ello abrió la puerta a un nuevo baño de sangre que incrementó en decenas de miles el número de víctimas, desplazados y familias cercenadas. Hoy la situación ha mejorado sin que se pueda cantar victoria, ya que el Gobierno logró neutralizar a las FARC, pero sin eliminar totalmente su poder de ataque.

Durante la celebración del primer año de Gobierno, el presidente Santos trató el inevitable tema de un posible diálogo pero, así mismo, fue claro en que por ahora esa posibilidad no existe, puesto que las FARC deben dar verdaderas demostraciones de querer un diálogo. Pero es de rescatar que el Presidente no está descartando el diálogo como una salida al conflicto colombiano, lo cual es bueno, porque con ello le estaría apostando a una búsqueda consensuada o al menos negociada de la paz.

Hay que soñar que algún día los colombianos podamos resolver nuestras diferencias sin apostarle a la desaparición o la eliminación del otro; es  posible resolver los conflictos de toda una vida por métodos diferentes a la guerra interna que ha frustrado a varias generaciones y que no nos permite a los ciudadanos vivir a plenitud las cosas buenas que tiene este país por estar avocados a una confrontación que desde hace tiempo que se quedó sin una razón objetiva de ser.

Realmente ya no estamos en tiempos en que se justifique mantener el exagerado costo de un aparato militar como el que sostiene esta guerra; llegó la hora de darle otra mirada al conflicto, de probar otro camino, de abrir los espacios para una paz dialogada en medio de un proceso útil, que evite desde su comienzo cualquier engaño por parte de los alzados en armas. Sería el primer paso para lograr un desarrollo homogéneo y equilibrado en todas las áreas del territorio, enfatizando en aquellas que más atraso tienen.   


Credito
PEDRO LUIS ZAMBRANO C.

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