Se acabó la luna de miel

TOMADAS DE INTERNET - EL NUEVO DÍA
El debate del proyecto de reforma a la justicia en el Congreso provocó el primer enfrentamiento entre las Cortes y el Gobierno. ¿Qué tanto poder le quita esta reforma a la justicia? O, ¿qué tanto mejorará la aplicación de la misma? El pulso apenas empieza.

El ‘jueves negro’, mientras los noticieros informaban acerca de los sobresaltos en las bolsas de valores, los colombianos se enteraron también de un ataque de nervios que afectó a las altas Cortes. El ministro del Interior y de Justicia, Germán Vargas Lleras, acababa de radicar el anunciado proyecto de reforma a la justicia y apenas unas pocas horas después se conoció la dura reacción de la Corte Suprema y del Consejo de Estado.

 

Los magistrados rechazaron el texto del Gobierno con términos como “pone en riesgo la autonomía y la independencia del poder judicial (que es) indispensable para la existencia de una verdadera democracia”, y “compromete la separación de poderes y propugna por una mayor concentración de poder en cabeza del Ejecutivo”.

 

En la declaración, las dos altas cortes calificaron de “inane” e “innecesario” el diálogo que se ha realizado en el último año entre la Rama Judicial y el Gobierno con miras a llegar a un acuerdo sobre el texto de la reforma, y concluyeron con una propuesta tan audaz como sorprendente: “Ante tan delicado panorama, que amenaza seriamente la institucionalidad, se estima necesario estudiar la viabilidad de solicitar una veeduría internacional”.

 

Un lenguaje que contrasta con la relación distendida que han tenido los ­poderes Ejecutivo y Judicial en los últimos 12 meses, el cual, de paso, ha sido ­mencionado tanto por los amigos como por los antagonistas de Juan Manuel Santos como un logro de su primer año de gestión.

 

La manzana de la discordia contiene elementos de forma y de fondo sobre la reforma a la justicia. Para nadie es un secreto que hay desacuerdos muy profundos sobre cómo corregir problemas como el llamado choque de trenes causado por las tutelas sobre sentencias judiciales, la reforma al Consejo Superior de la Judicatura, el tratamiento de problemas de fondo como la congestión en los despachos judiciales y la asignación de presupuesto, y sobre los mecanismos de elección de dignatarios de la rama.

 

El Gobierno les presentó fórmulas sobre todos estos asuntos a las Cortes desde hace un año y abrió un espacio de concertación. Pero ni lo uno ni lo otro contribuyó a construir un consenso o a acercar las distancias entre las posiciones, por lo cual el Gobierno decidió entregar, el jueves pasado, su proyecto de reforma constitucional al Congreso. Las visiones son totalmente antagónicas.

 

El Ejecutivo afirma que hace un año había fijado un plazo para dialogar y anunció que si no había acuerdo sometería la iniciativa al Legislativo. Sus voceros se quejan de que durante 12 meses no hubo propuestas opcionales de las Cortes. En la otra esquina, estas últimas cuestionan que las mesas de negociación y las reuniones llevadas a cabo no llegaron a fondo y pasaban de un punto a otro sin concretar algo, como un mecanismo para legitimar la iniciativa que el Gobierno igual quería llevar al Con­greso. Es decir, a un escenario de ­debate y decisión política en el que los voceros de la justicia no se sienten cómodos ni conocen a fondo, y donde el Gobierno cuenta con aplastantes ­mayorías.

 

El punto de conflicto más complejo tiene que ver con la concepción global de la reforma. El Gobierno considera que es la mejor ­alternativa para ayudar a ­solucionar el momento crítico de congestión judicial, demora en los procesos, inseguridad jurídica y fal­las institucionales. Las Cortes piensan que varios de los instrumentos pro­puestos, sumados entre sí, debilitan la rama Judicial y aumentan su control por parte del Eje­cutivo.

 

Lo anterior se refiere a las principales propuestas contenidas en el proyecto de reforma. Por una parte, la que establece que abogados particulares, notarios y centros de conciliación y arbitraje, de manera excepcional -bajo condiciones precisas- puedan hacerse cargo de procesos con el fin de agilizarlos. Mientras los opositores consideran que esa idea implica la creación de una justicia paralela bajo el mando del Ejecutivo, el Gobierno advierte que la actual Constitución prevé algunas de esas fórmulas y que el proyecto sólo las amplía de forma temporal con el fin de tramitar cerca de 2.5 millones de expedientes que están rezagados y paralizados.

 

Con la propuesta se incluiría a unos 20 mil abogados -de los 204 mil con tarjeta profesional que hay en el país y que, se estima, se dedican a litigar- a 873 notarios que actúan en 621 municipios, y a 340 centros de conciliación y arbitraje que operan en otros 76. El enfrentamiento también se acrecienta por las recetas incluidas en el texto para la elección de procurador y de contralor. En ambas materias se le quitaría a las Cortes las facultades de postular ternas. En el caso del procurador, esa atribución quedaría en manos del presidente y el Senado haría la elección.

 

Para contralor, el Congreso en pleno escogería entre los candidatos que se inscriban, sin necesidad de que alguien los postule. Las Cortes ven pasos de animal grande, en el sentido de que pierden poderes que van al Ejecutivo. Pero el Gobierno considera que la intervención de las Cortes en las elecciones de dignatarios las ha politizado y que su propuesta cortaría las relaciones non sanctas entre el Parlamento y la justicia, que se han prestado para intercambios de favores como nombramientos, en la justicia, de recomendados de los parlamentarios.

 

De paso, el proyecto regresa a la fórmula de la cooptación (elección entre ellos mismos) de los magistrados de la Corte Suprema lo que, para el Gobierno, es un salvavidas para proteger su autonomía. Otra discrepancia se refiere a la modificación que se propone para el manejo gerencial de la rama Judicial. La Sala Administrativa del Consejo de la Judicatura sería reemplazada por una Junta Directiva -con una concepción semejante a la del Banco de la República- de 10 miembros: siete con voz y voto, nombrados por las Cortes y por los jueces, y tres sin voto, que representarían a la Fiscalía, el gerente de la rama y el Ministro de Justicia.

 

El Gobierno considera que este mecanismo sostendría la autonomía del manejo de los recursos, pero corregiría las fallas que se han denunciado. Por su parte, a las Cortes les preocupa la presencia del ministro de Justicia, así sea sin voto, que es la misma con­dición que tiene el ministro de Hacienda en la junta del ­Emisor. La manera de juzgar a los congresistas, ministros y otros ‘aforados’ -funcionarios que no son juzgados por jueces ordinarios, sino por la Corte Suprema- también está incluida en el proyecto de reforma, y también suscita controversia.

 

Después de estudiar alternativas, el Gobierno optó por entregar a la Fiscalía -que puede designar al vicefiscal o a los fiscales que actúan ante la Corte- la investigación de estos procesos. Y después, la Sala Penal de la Corte Suprema hará el juicio propiamente dicho, pero en dos instancias constituidas en la misma célula. El Ejecutivo considera que, de esta manera, se establece el principio universal de la apelación y se separa la instrucción del juicio, en vez de caer en fórmulas muy cuestionadas en el pasado, como la de la inmunidad parlamentaria.

 

En las Cortes consideran que también aquí les están recortando funciones. Y, en efecto, procesos como el de la parapolítica difícilmente se habrían dado si la investigación hubiera comenzado por la Fiscalía. Paradójicamente, uno de los puntos que solía tener mayor discusión es el que genera hoy menos desacuerdos, según fuentes del Palacio de Justicia, y es la propuesta para acabar con el llamado choque de trenes -las tutelas contra sentencias judiciales-. La reforma acepta estas tutelas, pero las limita y las reglamenta.

 

Sólo se podría hacer hasta 30 días después de los fallos, tramitadas por un abogado y sólo podrían ser conocidas por una instancia superior a la que emite el fallo inicial. La Corte Constitucional se consolida como última instancia, porque recibiría la potestad de escoger las tutelas sobre sentencias que serían objeto de revisión. Y, finalmente, existe un complejo pulso sobre dónde está la receta para mejorar la grave situación de la justicia.

 

Según el estudio Doing Business -elaborado por el Banco Mundial y mencionado en la exposición de motivos del proyecto- un proceso judicial promedio en Colombia se demora mil 346 días, tres veces más que en México y en Chile (donde tarda, respectivamente, 415 y 480 días), y el doble que el promedio de América Latina y el Caribe (707 días). Según el mismo informe, la justicia colombiana es la sexta más lenta del mundo. A ese panorama se agregan las polémicas que se generan a diario sobre irregularidades en los nombramientos de la rama, impunidad rampante e ineficiencia evidente.

 

Pero así como todo el mundo está de acuerdo en que el panorama es crítico y se necesita un cambio, hay puntos de vista contrapuestos sobre lo que se debe hacer. Las Cortes consideran que la solución requiere de más recursos y presupuesto, y de fortalecer los mecanismos institucionales.

 

En una de las reuniones sostenidas durante los últimos 12 meses propusieron, incluso, que un porcentaje fijo del presupuesto nacional se dedicara a la justicia con destinación específica. Según estadísticas de la rama Judicial, en Colombia hay 10 jueces por cada 100 mil habitantes, cuando el estándar de la región es 18 por cada cien mil. Y lo que más les preocupa es que desde hace 20 años, cuando se expidió la Constitución y les pusieron más tareas como la tutela, el aumento ha sido insignificante.

 

El Gobierno acepta que se debe aumentar el presupuesto, pero considera que eso no basta, que la plata en el sector público siempre es insufi­ciente y hay que distribuirla entre varias prioridades, y que hay fallas estructurales que tienen una naturaleza más normativa e institucional que pre­supuestal. Las visiones son antagónicas, los temas son complejos y los ánimos están exaltados. Todo indica que la cordialidad se agota y que el pulso se dirimirá ahora en el Congreso.

 

Allí el equipo de Santos juega de local y podría imponer la aplanadora de la Unidad Nacional, pero podría arriesgar la legitimidad de una reforma sobre un tema crucial. Le corresponderá al nuevo ministro de Justicia, Juan Carlos Esguerra -quien se posesionará esta semana- asumir el liderazgo del tema. Y todo indica que no tendrá luna de miel, porque ese periodo le tocó a su antecesor, Germán Vargas Lleras.

Credito
EL NUEVO DÍA

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