Valoraciones de un monumento

A propósito de la efeméride del mal llamado descubrimiento de América, que alguien rebautizó con afortunado acierto como “el amalgamiento de dos culturas” o “el encuentro de dos mundos”, casi coincidente con la fecha de la fundación de nuestra ciudad capital en un 14 de octubre como hoy, -ésta de 1550 y aquella de 1492-, convirtió al monumento al capitán Andrés López de Galarza.

A propósito de la efeméride del mal llamado descubrimiento de América, que alguien rebautizó con afortunado acierto como “el amalgamiento de dos culturas” o “el encuentro de dos mundos”, casi coincidente con la fecha de la fundación de nuestra ciudad capital en un 14 de octubre como hoy, -ésta de 1550 y aquella de 1492-,  convirtió al monumento al capitán Andrés López de Galarza, en centro de atracción de los detractores del papel que jugaron los representantes del imperio español en estas tierras y el de quienes se aprestaban a celebrar el arribo de la cultura peninsular a nuestros lares.

Los primeros viendo en cada íbero, un invasor y genocida digno del más severo rechazo que no merece ser conmemorado, como lo manifestaron a través de los estropicios que le causaron a la estatua y su pedestal,  y en las leyendas que allí inscribieron, en tanto que los segundos valoran la carga de elementos culturales que nos dejó la llegada de la que hiperbólicamente llaman “la madre patria” y del conquistador  en el que ven un legendario héroe digno de admiración.

Expresiones –una y otra- típicas de nuestro acentuado radicalismo tropical que nos impide evaluar con objetividad el pasado histórico, con desapasionada inteligencia, dándole a cada quién lo suyo, como lo aconseja el popular refrán que al efecto dice: “Ni tanto que queme el santo ni tan poco que no lo alumbre”.

Porque mal puede llamarse genocida – como lo escribieron en la base del monumento-, a quien viaja, si bien en cumplimiento de una tarea, por cuenta y orden de sus gobernantes, desafiando la mar ignota en unas estrechas y mal provistas carabelas, se aventura en suelo inhóspito repleto de hostiles indígenas y corriendo toda suerte de riesgos, descuaja montañas improvisa trochas y a la mejor manera de los intrépidos que desentrañaron la tierra y eludieron los escollos en “Cien Años de Soledad”, funda un poblado que hoy le da asiento a nuestras ilusiones, convertida en nuestra obligada referencia en la geografía global: Ibagué.

Claro que asistidos de elemento culturales tan valiosos como la energía eólica y la pólvora que les facilitaron tanto el desplazamiento por el océano movidos por sus velámenes, como la conquista de unos naturales primitivos e ingenuos que ante los truenos de sus arcabuces, los identificaron con sus deidades.

Lo cual no justifica, -ni más faltaba que lo hiciera-, la depredación cultural efectuada que liquidó siglos de sana convivencia con la naturaleza en un ambiente alejado de ambiciones y codicia, y mucho menos las masacres cometidas gracias a la posición de dominio que les brindaban las armas de fuego al invasor, la esclavitud a la que sometieron por la fuerza a los raizales, las muchas enfermedades con las que los contagiaron, así como los trabajos forzados que diezmaron a los entonces nativos, esclavizados en las plantaciones y las minas de la región.

Todo lo cual es compensado por la historia con los aportes de civilización que le hicieron a estas tierras, expresada en frutos tales como el idioma, la escritura, las matemáticas, la medicina, la religión y el derecho entre muchas otras contribuciones culturales. 

Un balance y una reflexión que debieran hacerse como expresión de sana inteligencia y, sobre todo, respeto por nuestro devenir histórico, antes de afectar las obras de ornato de la ciudad.

Credito
MANUEL JOSÉ ALVAREZ DIDYME- DôME

Comentarios