La cantaleta anticorrupción

Alfonso Gómez Méndez

Hace ya muchos años, candidatos a la presidencia -como ahora- al Congreso, gobernaciones y alcaldías, han acudido al fácil expediente del “discurso anticorrupción”.
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En la década del setenta,  ante unas generalizadas denuncias de corrupción de la Cámara de Comercio de Medellín, el presidente Misael Pastrana Borrero, le pidió a una comisión que preparaba un proyecto de Código Penal -que finalmente se expidió en 1980- que adelantara el estudio del capítulo relativo a los delitos contra la administración. 


Y así se hizo, finalmente se crearon tipos penales sobre la contratación, comenzó a sancionarse el enriquecimiento ilícito de empleados públicos y desde luego, se aumentaron las penas. López Michelsen, comenzando su gobierno, tomó la figura escandinava del “ombudsman” que podía pedir la desvinculación inmediata de funcionarios contra quienes hubiere fundadas sospechas de corrupción, sin necesidad de proceso, sobre la base de la “verdad sabida y buena fe guardada”. La Constitución del 91 fue más allá, instituyó la extinción de dominio para bienes adquiridos no solo por enriquecimiento ilícito, sino en detrimento de la “moral social”. 


Ya hemos perdido la cuenta de cuántos “estatutos anticorrupción” ha expedido el Congreso, siendo tal vez el más completo el de la ley 190 de 1995, inspirado por el doctor Martínez Neira cuando era Ministro de Justicia de Ernesto Samper. El exvicepresidente, Germán Vargas, también fue autor de otro estatuto anticorrupción, que contenía eficaces instrumentos en el terreno penal y en materia de inhabilidades e incompatibilidades. Prácticamente en todos los últimos gobiernos ha habido un “zar” anticorrupción.  


Álvaro Uribe derrotó a Horacio Serpa, no solo por explotar el fracaso del proceso de Paz de Pastrana, sino por la repetida consigna de “lucha contra la corrupción y la politiquería”. Años después, la Sala Penal de la Corte determinó que el cambio de la Constitución que él mismo impulsó para hacerse reelegir, había sido “producto de un cohecho”. 


Y ahora escuchamos la misma cantaleta. Si por corrupción debe entenderse el aprovechamiento de la función pública para enriquecerse, Colombia es tal vez el país de la América Latina que más severos instrumentos penales tiene para combatirla. Ya tenemos sanciones altas para los autores de peculado, cohecho, concusión y celebración indebida de contratos. 


¿Qué pueden decir de nuevo los candidatos? ¿Que van a expedir más normas, como lo sugirió la engañosa “consulta anticorrupción”? El principal estatuto anticorrupción es el Código Penal y los encargados de hacerlo efectivo son los jueces, no los presidentes ni los congresistas. 


Una prueba de que el problema no son las normas, es que al exalcalde Samuel Moreno por uno solo de los delitos imputados por temas de contratación lo sentenciaron a 40 años, mucho más de los 23 o menos que se le aplicarían a quien con sevicia, alevosía, premeditación y movido por la codicia mató a su madre y a su hermano. 
Como el origen de la corrupción está en el sistema político, los compromisos de los candidatos a la presidencia deberían ir más allá de repetir formulas ya ensayadas. 


¿Estarían dispuestos a no patrocinar el intercambio de votos por puestos, contratos o canonjías? ¿Rechazarían apoyos de quienes en el pasado hayan hecho esos intercambios? ¿No aceptarían financiación de contratistas a quienes luego tendrían que recompensar? ¿Respetarían la independencia del poder judicial cuando procesen a sus amigos? 

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Alfonso Gómez Méndez

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