Respetar a nuestras Fuerzas Armadas

Alfonso Gómez Méndez

Ha pasado de todo en esta campaña presidencial, y no siempre para bien: un inocultable descenso del nivel de la política, utilización de la mentira y hasta la injuria y calumnia como armas; alianzas inimaginables hace apenas poco tiempo; volteretas a tutiplén, ignorancia de los aspirantes a ocupar el solio de Bolívar de los asuntos más elementales en el manejo del Estado; uso y abuso del eslogan vendedor, como la lucha contra la ‘corrupción’ y las ‘maquinarias’; oportunismo de jefes que trastean lo que va quedando de sus partidos al mejor postor, el que mejor rédito le dé a título personal; ausencia de propuestas claras sobre los temas cruciales de la Nación; ‘relativismo moral’, derroche de dineros en las campañas que nadie puede o quiere controlar, y un largo etcétera.
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Pero, lo que sí no puede dejarse prosperar es la tendencia en sectores políticos, sociales o mediáticos a involucrar nuestras Fuerzas Militares y de Policía en la refriega electoral. Es conveniente que los jóvenes –y los menos jóvenes de hoy– conozcan ese aspecto de nuestra historia.

El país ha tenido una larga tradición de respeto a la institucionalidad por parte de nuestras Fuerzas Armadas. A diferencia de lo sucedido en otros países de América Latina, en más de doscientos años solo hemos tenido dos golpes de Estado, que además no han correspondido al clásico ‘cuartelazo’. 

El primero fue el 17 de abril de 1853, en donde el General José María Melo –por cierto, paisano mío– empujado por las sociedades democráticas, destronó a su compañero de armas, el General Obando, quien fue acusado ante el Senado, cuando todavía había juicios de responsabilidad política en Colombia, por haber permitido y en cierta forma estimulado el golpe de Estado.

El segundo, casi cien años después, el 13 de junio de 1953, cuando sin proponérselo inicialmente, el comandante del Ejército, General Gustavo Rojas Pinilla, le dio el golpe a Laureano Gómez, básicamente para resolver el problema político entre el Ospinismo y el Laureanismo. 

Un libro que me recomendó Alberto Casas Santamaría, El Salón de los Virreyes, escrito por uno de los protagonistas del episodio, Antonio Escobar Camargo, recrea todo lo que pasó ese sábado en el que finalmente fue un político, Lucio Pabón Núñez quien anunció el golpe… Prueba de que fue un golpe político y no militar, fue el júbilo con que se recibió el cambio de gobierno. Un mes después, los dos partidos le rindieron homenaje a Rojas y los oradores fueron Guillermo León Valencia –abuelo de Paloma Valencia– y Darío Echandía, quien acuñó la frase que el 13 de junio lo sucedido no había sido un golpe de Estado, sino un “golpe de opinión”.

Rojas abandona el poder de manera incruenta y deja una Junta Militar escogida por él, que en apariencia le ofreció organizar su regreso. Un coronel, Hernando Forero Gómez, el 2 de mayo de 1958 –ya elegido Alberto Lleras como primer presidente del Frente Nacional– trató de dar un golpe apresando a cuatro de los miembros de la Junta. Hay quienes dicen que el quinto que ayudó a sofocar la tenue rebelión, se salvó de ser apresado por haber pasado esa noche en casa ajena… A raíz de ese episodio es que Lleras Camargo pronunció el famoso discurso en el Teatro Patria, tan citado en estos días, sobre la inconveniencia de incorporar a los militares en las controversias partidistas.

En la llamada violencia liberal conservadora fue nefasta la vinculación de la fuerza pública –sobre todo la policía– al ajetreo político.

Nuestra democracia descansa en un trípode: pueblo, Fuerzas Armadas y jueces. El pueblo elige libremente a quien considera debe regir sus destinos; las Fuerzas Militares hacen respetar la voluntad popular, y obedecen al comandante democráticamente elegido, y los jueces, cuyas decisiones también hacen cumplir las Fuerzas Armadas, garantizan con sus providencias el funcionamiento de la democracia a todos los niveles.

No sobra decir que, lo más representativo del pueblo colombiano –así lo dicen las encuestas– son sus fuerzas Militares y de policía.

Flaco favor les hace quienes colocan en sus labios expresiones como la de que, eventualmente, no obedecerán a quien el pueblo soberano elija como comandante Supremo. No hay que jugar con candela.

Alfonso Gómez Méndez

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