Federalismo en la constitución de Rionegro

Alfonso Gómez Méndez

Por iniciativa de la Federación de Departamentos y la Academia Colombiana de Jurisprudencia, y con la coordinación del exconsejero de Estado William Zambrano, se han venido realizando en distintas universidades del país, entre ellas, el Externado, la del Tolima y la de Ibagué, una serie de foros para conmemorar los ciento sesenta años de la Constitución radical de Rionegro de 1863.
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Aun cuando para los gobernadores el rasgo que se quiere destacar es el del régimen Federal de los Estados Unidos de Colombia, los antecedentes y los otros temas de la estructura del Estado allí fijados, en algunos de sus aspectos esenciales, podrían ser validos para la Colombia actual.

Es verdad que el siglo XIX –el de las guerras civiles– lo malgastamos haciendo y deshaciendo constituciones, la mayoría de ellas de corta duración. Por varias razones, la de Rionegro es una excepción. En primer lugar, fue producto de la única insurrección triunfante, la del general caucano Tomas Cipriano de Mosquera contra el presidente conservador y antiguo conspirador contra el libertador, don Mariano Ospina Rodríguez.

Evidentemente, desarrollando la idea de la confederación granadina, nueve estados armaron los Estados Unidos de Colombia, un régimen federal dentro de un sistema presidencial como el de los Estados Unidos. Cada cierto tiempo y por el excesivo centralismo –aun vigente– surge la idea de volver a la Federación, con autonomía regional y manteniendo la unidad y soberanía en los temas de seguridad y justicia.

Pero fue ante todo una Constitución clásicamente liberal, expedida por unos delegados, “en nombre y por autorización del pueblo y de los Estados Unidos de Colombia…”, es decir, la soberanía popular retomada en la Constitución del 91. Reconocida como la Constitución de la libertad, pues casi que colocaba este valor supremo por encima del orden. Consagraba además la inviolabilidad de la vida humana y prohibía la pena de muerte, los tratos crueles e inhumanos y limitaba a diez años las penas de privación de la libertad. Desde entonces, consagró el derecho de petición. El jefe del Ejecutivo era denominado “Magistrado presidente”. Limitó sensiblemente el poder presidencial, bien distinto a lo que hoy ocurre con el excesivo presidencialismo. Redujo a dos años el periodo presidencial sin reelección inmediata.

Murillo Toro, tal vez el más brillante de esa pléyade de jóvenes que integraron el ‘Olimpo radical’ –todos intelectuales, juristas, filósofos, militares y humanistas–, bien distinto a lo que hoy tenemos, fue elegido en dos oportunidades, pero sin hacer cambiar la Constitución en su propio beneficio.

 Además, estableció la limitación de que los nombramientos de ministros, entonces llamados secretarios de despacho, y embajadores, debían ser aprobados por el Senado. También consagró el germen de lo que luego aparecería en la Constitución del 91 como “bloque de constitucionalidad” al establecer, en el artículo 91, que el derecho de gentes hace parte de la legislación nacional.

Fueron 22 años de federalismo, no la catástrofe de la que se hablara durante la regeneración conservadora, con éxitos económicos como los señalados por el profesor Salomón Kalmanovitz.

Además, Murillo Toro trajo el telégrafo –la internet de hoy– y fundó el Diario Oficial para la publicación de contratos, decretos, leyes y actos del ejecutivo. Se creó la Universidad Nacional en 1867. Comenzó a desarrollarse el transporte fluvial y el inexplicablemente olvidado sistema ferroviario.

Con la derrota del liberalismo en la guerra civil de 1885 vino la mal llamada regeneración de Núñez y Caro. Del federalismo se pasó a la “centralización política”. López solía decir que la gran primera expropiación había sido la de bienes de los antiguos estados federados a la Nación centralista. Fue una lástima no haber permitido la proyectada constituyente de 1977, que entre otras iniciativas buscaba resolver el problema aún vivo del régimen territorial.

Al liberalismo no le trae buenos recuerdos el uso del balcón del Palacio de la Carrera, pues fue desde allí desde donde el regenerador Núñez sentenció: “La Constitución de 1863 ha dejado de existir”.

 

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Alfonso Gómez Méndez

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