Firmas, ¿un instrumento de la democracia?

Alfonso Gómez Méndez

Desde su surgimiento a mediados del siglo XIX, los partidos -por años el bipartidismo liberal conservador- existen como realidades políticas y sociológicas con mucho de sectarismo. Esto, por cierto, llevó a guerras civiles y a la llamada violencia liberal conservadora de mediados del siglo pasado. Los partidos funcionaron sin necesidad de reglamentación legal sobre avales, umbrales, directivas, suspensiones, votos programáticos en notarías, entre muchas otras “jaulas jurídicas” para la política.
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En el plebiscito de 1957, que se aprobó con el loable propósito de poner fin a la que se llamó “guerra civil no declarada entre liberales y conservadores”, se hizo mención por primera vez en la Constitución de los partidos Liberal y Conservador, para excluir otras formas de participación política. Irónicamente, durante el gobierno de Rojas Pinilla, por decreto, se habló del partido Comunista -que como tal existía desde 1930- pero solo para ilegalizarlo.

Suele decirse que durante la vigencia del Frente Nacional solamente regía el bipartidismo. Aun cuando parcialmente eso era cierto, tuvimos verdaderos partidos con simpatizantes, organización, directivas y programas, como el Comunista, el Movimiento Revolucionario Liberal de López Michelsen, el Frente Unido del padre Camilo Torres Restrepo, la Anapo, con parlamentarios y candidato presidencial -triunfante para algunos- en 1970. Eran realidades políticas más que entelequias jurídicas, en algunos casos sin pueblo, como ahora.

En la reforma constitucional de 1979, por primera vez, se planteó la posibilidad de reglamentar la actividad partidista, y hasta de establecer el voto obligatorio. En la Constituyente de 1991, con el propósito válido de oxigenar la política y en cierta forma afectar el bipartidismo y la partidocracia, se abrieron las puertas para la desaparición de grandes partidos y llegamos a lo que hoy tenemos, hay que decirlo también, por reformas aprobadas por el Congreso.

De la asfixia bipartidista pasamos a la debacle de los partidos, fenómeno que no es exclusivo de Colombia según lo vemos en países de la región como el Perú. Desde el 91’ hasta hoy, hemos tenido una avalancha de normas que enmarcan la actividad partidista que incluyen la reglamentación de las convenciones, leyes de bancadas propias de los regímenes parlamentarios, suspensiones de voz y voto, estatutos, vocerías en el Congreso y, obviamente, los avales o la “dictadura de los avales” más antipáticos que la antigua partidocracia. Hubo un momento -que parece repetirse ahora en el código Electoral- en que bastaba una curul en la Cámara para el surgimiento de un partido. Tuvimos más de setenta.

Aun cuando estuve de acuerdo, por razones históricas, de que se restituyera la personería a partidos como el Nuevo Liberalismo de Luis Carlos Galán, o la Unión Patriótica ahogada en sangre por el paramilitarismo, la decisión de la Corte interpretada de manera laxa ha servido para que “revivan” una cantidad de “partidos” que no tienen entidad política real. Les sirve para “avalar” candidatos y recibir financiación del Estado.

ALFONSO GÓMEZ MÉNDEZ

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