Minifalda, lujuria y violencia

En la vida cotidiana existen una serie de actos y comportamientos violentos, que hacen daño, que se acumulan, pero que no son visibles y que no son considerados como violencia.

Por ejemplo, se mira como algo normal o natural castigar a los niños, amparados en la idea de que la violencia a manera de castigo sirve para formarlos. Aunque no sea evidente, es violencia no dar afecto a hijos, familiares y amigos, no dar reconocimiento o poner trabas para participar a quienes corresponda.

No es frecuente escuchar dentro de las instituciones ni en medios de comunicación, que los seres humanos tienen la necesidad de ser tratados y tratar con afecto y respeto, de hacer parte de la toma de las decisiones que los involucran y de sentir que son importantes en lo que hacen y proyectan, es decir, que lo que realizan tiene sentido. Estas necesidades no son consideradas como significativas ni normales en nuestra cultura. Pero estas ausencias producen violencia aunque su causa no sea fácil de reconocer.

En el trasfondo lo que sucede es que esta sociedad cree que con satisfacer las necesidades básicas, primarias, ya es suficiente y que la gente debería sentirse feliz por eso y no tendría de que quejarse. La falta de amor, de respeto, de reconocimiento, de ser tenido en cuenta no se consideran importantes y se asume como normal esta violencia que no se ve pero que si hace mucho daño. Lo primero que hay que dejar en claro es que esta violencia no es normal ni natural. Muchas de estas violencias son delitos y no se pueden justificar.

Que los humanos tengan deseos que muevan avideces por el sexo es normal. Es el ancestro animal. Pero la cultura, la socialización, la educación, la religión entre otras, deben construir los criterios que permitan controlar estos lascivos instintos. Nada puede justificar que esos ancestros animales lleven a cometer delitos. Una mujer en minifalda, con un escote pronunciado o inclusive desnuda no justifica nunca una violación. No pueden acusar a una mujer violada de “despertar” los impulsos animales de los machos, porque se llegaría a una paradoja: ella fue víctima de un acto abominable y además resulta culpable. Y el violador, como se piensa que es esclavo de sus instintos, es un pobre “enfermito” al que hay que tratar con toda consideración. Vaya estupidez. Igual se podría decir de un niño que en su inocencia se pasea desnudo por algún lugar, podría ser abusado, porque su carencia de ropa enciende las pasiones de los pederastas. En las piscinas y balnearios los abusadores tendrían los espacios suculentos para dar rienda suelta a sus aberraciones contra todo tipo de personas.

Cuando el “Bolillo” Gómez cometió el delito de pegarle a una dama, muchas personas, incluyendo a mujeres, salieron a defenderlo con argumentos tan espurios como, por algo le pegó o que algo debía haber hecho mal. Es decir, ella merecía el castigo y el agresor no debía ser enjuiciado ni tampoco castigado.

Todos debemos revisar las creencias que hemos arraigado y que resultan justificando la violencia. Son credos que no se ven, que son invisibles pero que están ahí y que generan violencia.

Credito
AGUSTÍN ANGARITA LEZAMA

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