Metamorfosis social

Augusto Trujillo

La guerra es una confrontación violenta y la política un diálogo civilizado. Los conflictos se vuelven una cosa u otra. La guerra se hace entre enemigos y la política entre adversarios. Erich Hartmann definió la guerra como “el lugar en el cual unos jóvenes que no se conocen ni se odian se matan entre sí, a nombre de unos hombres mayores que se conocen y se odian, pero no se matan”. La política, en cambio, reclama líderes capaces de llegar a acuerdos sobre algunas cosas, sin perjuicios de mantener desacuerdos en otras, siempre con la voluntad política de seguir dialogando en medio de certámenes electorales.
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Contra estas buenas prácticas conspiran los populismos, a la manera de Trump y de Maduro. Por desgracia no son pocas las semejanzas entre el manejo político de estos dos inefables personajes y el que asumen aquí el gobierno y las campañas de los candidatos presidenciales. La política es contingente, pero supone propósitos constructivos. Por eso es el sustituto de la guerra, cuyos propósitos son destructivos. Juan Carlos Echeverry, quien mientras estuvo en la contienda política se mostró, tal vez, como el mejor de los precandidatos, planteó en su más reciente columna de prensa que no basta con parar a Petro; y agregó: la lucha es contra la desigualdad social, la ausencia de desarrollo sostenido, la corrupción, la informalidad, el centralismo, la recuperación del campo para la producción de alimentos, etc. Alguien ha dicho que no estamos en una época de cambios sino en un cambio de época. Está equivocado.

Lo que hoy ocurre es mucho más que eso. Como lo anota Ulrich Beck, estamos en medio de una gran metamorfosis del mundo: es una metamorfosis general, involuntaria, desideologizada, que se apropia de la vida de las personas a una velocidad vertiginosa, superior a cualquier posibilidad de pensar y de actuar. Rebasa no solo a las personas sino a las instituciones e incluso a las mismas ideas nuevas. En el afán de neutralizar esa metamorfosis o en el intento de apropiársela, los populistas mantienen vivos conceptos binarios que resultan jurásicos en un mundo de múltiples acentos como el actual. Izquierda y derecha, centro y periferia, nacional y extranjero, bueno y malo, fueron ideas del siglo XX, superadas casi por completo en medio de esta metamorfosis que avanza sin pedir permiso y sin una teoría que la sustente. En semejante escenario nos aferramos al presente porque nos parece firme, mientras el futuro nos suena lleno de incertidumbres. No nos damos cuenta de que el presente se vuelve pasado todos los días y terminamos, según la frase de Beck, en la vanidosa creencia de que el mundo sería una maravilla si todos fuesen como nosotros. Asimismo, Daniel Innerarity dice que el siglo XXI trajo un desajuste entre lo que una democracia presupone y la capacidad de los ciudadanos para cumplir sus exigencias.

Es como si “la democracia necesitara de unos actores que ella misma es incapaz de producir”. Esa es la tragedia que agobia hoy a los colombianos. Estamos haciendo de la democracia una tramoya que sirve para partir el país en dos, en lugar de integrar en uno solo los varios países que somos. Cuando los líderes debaten tesis, así sean opuestas, deliberan en función de lograr acuerdos mínimos; si son indoctrinarios, obedecen a sus vísceras. Para estos el conflicto es una forma de hacer política por otros medios. Para aquellos la política es la solución al conflicto. Me niego a aceptar que Colombia quiera privilegiar lo primero sobre lo segundo.

AUGUSTO TRUJILLO MUÑOZ

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