¡Por qué se entra sin saber a dónde se va!

Federico Cárdenas Jiménez

Es común escuchar historias de personas que tienen experiencias con sustancias psicoactivas y relatan situaciones aterradoras, vivencias que no pueden describir, como en el caso del LSD (Trip), los hongos y el yagé. Aunque pudiera haber una explicación para cada caso (conociendo bien las historias, por supuesto) quiero hablar de una generalidad que tiene que ver con el lenguaje y que determina el punto de vista sobre estas experiencias.

Nuestra inteligencia vive la mayor parte del tiempo en el mundo de los símbolos, del significado, de las construcciones colectivas de sentido; es decir, con nuestros marcos conceptuales que heredamos de la sociedad y que asimismo construimos, vamos definiendo la experiencia de vida en el mundo. A todo lo que somos nos es posible nombrarlo, pero al tener una experiencia psicoactiva, enteógena, visionaria, en la que se viaja a través de una realidad más poderosa que la de la inteligencia, el sinsentido -aquello que es desconocido por el lenguaje-, nos ubicamos inmediatamente en el mundo de lo ininteligible, que no puede verse con los ojos humanos porque no puede ser entendido o conceptualizado y que al tratar de hacerlo, y no poder, surge la extrañeza y el temor por lo que se experimenta y se juzga entonces como una vivencia atípica, malévola o dañina.

No se trata de entenderla con la razón pero tampoco de aislar la razón. En primera instancia hay que permanecer sereno, en apertura a la experiencia, conocer su forma y lo que expresa, pero no irse con ella o detrás de ella porque no se conoce la puerta de salida y no se sabe hasta dónde nos lleve la experiencia o si seremos capaces de regresar; pero, en segundo término, permitir a la razón ver desde ese mundo al ser que habita, permitirle luego pensarse, analizarse desde allá, desde el sinsentido, desde ese mundo que está por fuera del lenguaje, que no está contaminado, que es silvestre a la vida: confrontar las palabras, las ideas y las imágenes construidas por el lenguaje, desde “la nada”; muchos hablan de “palpar el espíritu”, “tener un encuentro con la esencia”, “sentir el equilibrio”, pero esto también hace parte de las construcciones individuales que cada quien haga de su propia experiencia.

Al regresar la persona a su estado “natural”, encuentra refugio en ese universo construido por el lenguaje, el mundo del sentido común, el mundo de los conceptos, de los símbolos, del significado. Desde allí dará sentido a esa experiencia reconociendo, primero, que existe un mundo por fuera del significado, un mundo que no conocemos gracias a los límites que impone nuestro lenguaje; y en segundo lugar, que ese mundo es como un espejo donde se refleja lo que somos y lo que no, justamente porque no está definido.

Recuerdo unas palabras del escritor británico Aldoux Huxley al referirse a su propia experiencia con la mescalina en la primavera de 1953 y que la describió en el libro Las Puertas de la Percepción, que fue publicado en 1954: “El hombre que regresa por la puerta en el muro ya no será nunca el mismo que salió por ella. Será más instruido y menos engreido, estará más contento y menos satisfecho de sí mismo, reconocerá su ignorancia más humildemente pero, al mismo tiempo, equipado para comprender la relación de las palabras con las cosas, del razonamiento sistemático con el insondable misterio que trata, por siempre jamás, vanamente, de comprender”.

Aún es un misterio responder por qué se queda la persona en ese mundo, por qué entra sin saber a dónde va, para qué lo hace, cómo salir de él o cuánto tiempo quedarse… cuestiones que iremos indagando en este espacio semanal.

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