Esa anestesia social nos está matando

Federico Cárdenas Jiménez

Hace unos años mi padre invitó a un grupo de amigos a la finquita cafetera que teníamos -y miren pues- en medio de un cafetal, donde no había otra cosa más que café y café, uno de nuestros invitados, oriundo de estas tierras -además-, dijo: “Son Diego, y ¿dónde tienen sembrado el café?”. Mi padre y yo nos miramos con un sonrisa desubicada, extrañados, porque la pregunta no había sido un chiste.

Del mismo modo, no será raro el que hoy día los niños crean que las frutas vengan del supermercado y no del campo, así como tampoco sería increíble que creyeran que los niños de la calle son de la calle y que es normal que las cosas sean así.

Todo se convierte en una costumbre. Cuando uno nace, las cosas simplemente son y uno se enseña a que están allí y a que las cubra un manto de normalidad. Un habitante de la calle es un “indigente” o es un “desechable” y estas son categorías que se escucha decir a los padres de familia frente a sus hijos. Esa anestesia social nos está matando.

Me cuesta trabajo saber que un niño de la calle probablemente no viva más de los 10 o 15 años, que quienes pertenezcan a una pandilla no pasen de los 17 o 25 años y que, de éstos, quienes consumen sustancias psicoactivas, reinciden en el 75% de los casos, como lo relató un vocero argentino al hablar de la experiencia de su país con este tipo de procesos.

Esto no viene ocurriendo desde hace poco. Mi padre me ha contado historias de esta índole desde que me acuerdo, pero también desde que me acuerdo hay quienes han asumido la responsabilidad de acercarse a una de estas personas, conocer su situación, tomar la decisión de ayudarle y hacerle frente al costo personal y social que implica este acto.

Sin embargo es inquietante la manera como parece aumentar el número de personas en estado de calle y/o de adicción a las sustancias psicoactivas, así como el número de separaciones, suicidios, deserciones escolares, desempleo, etc., aspectos que se convierten en condiciones de riesgo para las cifras potenciales en este sentido.

Pero no significa con esto que no haya nada que hacer o que no sirva de mucho lo que se haga.

Tal vez no hemos medido el poder de destrucción que una sola persona puede llegar a causar a la humanidad y así mismo, el bienestar que puede generar, el amor que puede brindar, los corazones que puede restaurar. Uno solo que reciba nuestro amor, comprensión, respeto, paciencia y cuidado puede no sólo llegar a restaurarse como persona, sino también a sanar muchas de nuestras heridas que, en el amor que le brindamos, son redimidas, así que ¡vale la pena!

El Padre Juan, un hombre a quien respeto profundamente, escribió a mi e-mail lo siguiente: “Hoy tengo la plena seguridad que los vacíos de amor en nuestros jóvenes son la única y verdadera causa de sus adicciones y de sus resentimientos… ellos no nacieron en los andenes, ni con el pucho de marihuana en la boca y menos con la navaja en sus bolsillos. Si bien no somos sus padres, sí es cierto que nos dedicamos a humillarlos con nuestro desprecio y a rechazarlos porque creemos que ya no vale la pena luchar por ellos, y menos amarlos como los niños que siguen siendo... Le ruego que exprese el dolor de los jóvenes por quienes Usted y Yo trabajamos”.

Una reflexión que debe llegar a todos.

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