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La primera es que, puesto que quienes consultan lo hacen como si estuvieren ante “un muro de lamentaciones”, con dolor, angustia y exageradas expectativas de que hagan milagros para recuperar la salud perdida, es imperativo que sean recibidos con actitud amable, escucha activa y respetuosa; que respondan sus preguntas y no asuman que son ignorantes. Un mínimo de empatía que significa ponerse en los zapatos del otro, una sonrisa, un saludo y despedida gentil no riñen con la presión de cumplir el tiempo asignado para cada cita; ese podría ser el primero y más eficaz medicamento que reciben. Por el contrario, hace mucho daño la actitud hostil del profesional que no escucha, que responde con agresividad, que no mira a los ojos del acongojado paciente porque se clava a escribir en el computador o a hablar por celular, como sucede con excesiva frecuencia.
La segunda, muy sencilla y especial para los profesionales de la medicina y sus asistentes: Que mejoren su caligrafía porque usualmente solo la entienden sus autores, inclusive cuando se presenta la receta en las droguerías queda la impresión de que deben adivinar y entonces despachan el medicamento que más se parece, lo cual es muy grave. Podría ser que la lecturabilidad de su caligrafía se incluya como exigencia para obtener el diploma. Y para quienes escriben su receta en el computador, que no utilicen letra de tamaño mínimo, que resulta ilegible, sino una de 14 puntos; también, que cuiden que la impresora tiene buena tinta porque lo usual es que la impresión resulta imperceptible.
Lo anterior aplica -en lo pertinente- a enfermería, paramédicos, auxiliares, asistentes y demás apoyos que participan en el sector. Por tanto es imperativo afinar los criterios de selección para ingreso, especialmente en las universidades, y aquí cabe traer el caso de una estudiante de medicina que cuando va de vacaciones a su casa se niega a visitar a su abuela porque no resiste escuchar sus lamentos ni verla en el estado de postración en que se encuentra, a pesar de que es ella quien financia sus costosos estudios en otra ciudad, porque sus padres nada aportan. ¿Cómo alguien sin la más mínima calidad humana, ingresó a un programa de medicina que compromete a sus egresados a servir a quien lo requiera, sin distingo alguno?
Imposible subestimar los problemas que enfrentan quienes integran ese sector. Seres humanos que también padecen dolores físicos, psicológicos, familiares, económicos, laborales y de otros órdenes, que convocan nuestra comprensión y solidaridad. Y se suma la presión de tiempo y el sufrimiento que observan todo el tiempo. Frente a ello, y puesto que son tantas las exigencias y expectativas sobre la calidad humana de quienes participan en él, sus reclamos razonables ameritan adecuada atención, cuidadosos criterios para su selección y permanente formación, de modo que recuerden la enorme responsabilidad que asumieron al vincularse a él. Una labor admirable, vital y de máxima importancia.
Y como hay muchas otras sugerencias que no caben en esta columna, tendremos que desarrollar otra, en la cual espero incluir recomendaciones de mis amables lectores, y anticipo que serán numerosas y muy útiles.
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