Carta de una mujer confundida

Mi nombre podría ser Liliana, María o Carolina. Y podría ser la mujer del Bolillo o del Mono, la novia de Mateo o de Lucho, o simplemente la amante del doctor García.

  Podría vivir en un barrio popular de cualquier ciudad colombiana o en uno de los sectores más exclusivos de alguna capital. Podría ser una mujer muy humilde sin formación alguna, o la egresada de una facultad de economía, diseño o psicología de alguna prestigiosa universidad.

 

Sin embargo, estadísticamente, sólo soy una de las más de 50 mil mujeres que cada año son maltratadas en este país, la mayoría de las veces por sus novios, amantes, maridos, o por algún ex. Pero soy afortunada, porque pude haber sido una de las mil 500 que fueron asesinadas porque sí; o una de las 167 que perdieron la vida en casos de violencia intrafamiliar; o una de las 125 eliminadas por su pareja.

La verdad es que me da mucha vergüenza hablar en público de este tema y si me atrevo a hacerlo ahora es por la cantidad de cosas publicadas esta semana sobre el caso de Hernán Darío Gómez, el entrenador de la Selección Colombia, que cogió a golpes a una amiga suya. No quiero ni saber qué le habría pasado si esa señora hubiera sido una desconocida.

Algunas personas que defienden a Gómez dicen que ese escándalo no debería afectar su trabajo como director técnico de la Selección, porque se trata de un asunto personal. Sin embargo, yo no estoy muy de acuerdo. Me parece que la elección de un color para vestirse, el gusto por un postre o la escogencia de la religión sí son cosas personales. En cambio, golpear a otra persona me da la impresión de que es algo que va mucho más allá de la esfera personal y altera directamente una de las reglas mínimas de la sociedad, que es la convivencia pacífica, aparte de que viola la integridad personal del individuo.

Creo que, así yo fuera la peor de las prostitutas o la más pobre o ignorante de las colombianas, ningún tipo tiene por qué agredirme, pero al escuchar a ciertas mujeres, como a la senadora Liliana Rendón, me confundo y pienso que se justifica que mi compañero de vez en cuando me dé un paliza; pues al fin y al cabo me la merezco, porque algún motivo le habré dado. Y siguiendo la lógica de la congresista, aunque corra el riesgo de que la situación se repita, tampoco debo denunciar al abusador, porque es algo que debo resolver con él, analizando las causas por las cuales hice que él me pegara, pese a lo mucho que me quiere. Total, si el diálogo no surte efecto, lo peor que puede pasar es que me mate.
 
Colprensa

Credito
VLADDO

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