¿Cómo podemos evitar que en Ibagué haya más Diegos?

Columnista Invitado

Todas las mañanas, durante mis 11 años de educación escolar, vi a Diego Góngora. Y también a Carlos Sánchez (actual funcionario del gobierno departamental). Ambos fueron mis compañeros de clase en el Colegio Champagnat; ambos, con personalidades y desempeños académicos muy diferentes, prácticamente opuestos. Hoy, ya hechos adultos, ambos han sido señalados públicamente como agresores de mujeres. La justicia del Estado colombiano, como sabemos, suele ser tremendamente inoperante ante estos casos, pero no es la única instancia llamada a (hacerles) rendir cuentas en asuntos de violencia de género.
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Al conocer estas historias tan lamentables me pregunto: ¿qué pasó con la educación que recibimos? El Champagnat es un colegio de tradición y reconocimiento en la ciudad. Un colegio en el que se promueve, como en todo colegio confesional, la idea de “ser buenos cristianos y comprometidos ciudadanos”. Sin embargo, la prevención de la violencia machista, en todas sus formas, nunca fue un tema abordado en las clases.

No nos enseñaron abierta y directamente de igualdad de género o derechos de las mujeres y fueron pocas o inútiles las herramientas de autoconocimiento y autocontrol para establecer relaciones sanas en pareja, en familia, en sociedad (lo que hoy llamamos educación socioemocional). Lo anterior de ninguna manera excusa la violencia y la misoginia de nadie, pero explica parcialmente cómo el machismo se pasea u oculta en las aulas, detrás de múltiples caras, mientras algunos de nuestros profesores gastaban la jornada preocupados por las estudiantes que teníamos la falda corta, por poner otro ejemplo. Claro, estoy hablando algo que ¿sucedía? hace 15 años. 

La siguiente pregunta que me surge es: ¿qué pasó en las familias? Por supuesto, este es un interrogante que hay que atreverse a explorar con el espejo en la mano, pues dudo que haya una familia en nuestra sociedad que no haya han enfrentado, de una u otra forma, el machismo (perpetuado por hombres y mujeres, dicho sea de paso).

Está comprobado que “los niños son como esponjas”, por tanto, TODAS las experiencias de la infancia y adolescencia juegan un papel fundamental en nuestra vida adulta. Desde luego, creo que nadie se propone educar seres violentos, pero requiere un trabajo personal enorme, casi eterno, el evitar reproducir aquello dañino o contradictorio que vimos en nuestro núcleo familiar, y no todo el mundo lo hace. De nuevo, aquí no intento justificar el maltrato, sino arrojar luz sobre un monstruo que nos cuesta ver, porque tiene mil y una formas, no actúa siempre igual, no se sabe por dónde se cuela o cuál será su próximo paso, hasta que nos toca a la puerta. 

En 2021, según la Red de Mujeres de Ibagué, los casos de maltrato físico y psicológico aumentaron en 50 %. Esto quiere decir que la historia de Góngora o Sánchez, dos hombres jóvenes, con cierta base de privilegios y oportunidades, con títulos profesionales y demás, se multiplica por toda la ciudad, pero no necesariamente de la misma manera; esta es una violencia que no discrimina barrios, colores, ideologías ni religiones.

Las mujeres no denunciamos, entre muchas otras razones, porque la justicia suele ser cómplice de la violencia, pero la educación y las familias también lo han sido. La asignatura pendiente, entonces, es la coeducación: educar en la familia y en el aula bajo un modelo libre de sexismo. Lastimosamente, de no asumirla, seguiremos siendo encubridores, protagonistas y eventualmente víctimas de más historias de violencia y machismo.

 

 

PAULA DELGADO MORALES

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