Proteccionismo a la inversa

Columnista Invitado

Hasta hace muy poco tiempo, en Colombia mencionar el vocablo ‘proteccionismo’, invocando los conceptos de seguridad alimentaria y energética, era muy mal visto por quienes se autoproclamaban progresistas con visión amplia y moderna. En especial a partir del inicio de la década de los años 90, cautivados por la ‘bienvenida al futuro’, una derivación del llamado Consenso de Washington que entronizó en el ideario de entonces la doctrina de la apertura económica.
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Sin embargo, dicha escuela jamás se aplicó en las propias economías que la prohijaron, comenzando por Estados Unidos y Europa, cuyo objetivo era reducir al mínimo los aranceles en los mercados emergentes, en especial para los productos de origen agropecuario - particularmente cereales, oleaginosas y lácteos -, junto con la institucionalidad estatal que los impulsaba. Cuyas ventajas ‘competitivas’, por contera, ahora, en últimas, no se miden en términos de una eficiencia genuina, sino por los subsidios directos otorgados a sus productores.

Así las cosas, los flujos de su comercio han solido estar determinados por una feroz guerra de tesorerías entre los países más ricos – Estados Unidos y Europa -, ante la cual los más pobres, con sus débiles fiscos, no tienen posibilidad alguna de responder por igual. La verdad es que, en materia agropecuaria, el tal libre comercio solo ha existido en la imaginación de la flamante burocracia internacional encargada de dirigir las negociaciones sobre el tema. A propósito, recuerdo una brillante frase de un miembro de la delegación de Ecuador en la fallida ronda multilateral de comercio celebrada en Cancún (México) en 2004: “El libre comercio es como el paraíso. Todo el mundo quiere llegar allí, pero todavía no”. Y de la de un asistente de otro país vecino: “La más importante decisión en estos eventos es la escogencia de la sede y la fecha del próximo”.

A partir de los años 90 se eliminó de un tajo el Instituto de Mercadeo Agropecuario (Idema), sin haber previsto un sistema alternativo de comercialización para el sector campesino. Se mutiló el Instituto Colombiano Agropecuario (ICA), el eje esencial de lo que fue la exitosísima revolución verde en el país entre los años sesenta y ochenta del siglo anterior. La Caja Agraria terminó liquidándose por cuenta de un poder sindical corrupto en connivencia con la politiquería y la indolencia estatal. Y, en consecuencia, el accionar del ministerio del ramo se debilitó en materia grave. Como resultado de todo ello, la de los años 90 fue la década perdida de la ruralidad y la agricultura lícita. En efecto, se perdieron un millón de hectáreas, o sea una cuarta parte de la frontera agrícola que teníamos al final de los 80. 

Las importaciones de alimentos se multiplicaron por siete veces. Lo mismo que las áreas sembradas en hoja de coca. Así como el número de los frentes de la insurgencia guerrillera. A pesar de los avances alcanzados en materia de recuperación del sector durante los primeros diez años del presente milenio por cuenta de la ostensible mejoría del orden público en el campo, queda una vasta tarea por cumplir. Comenzando por el afianzamiento de la seguridad jurídica sobre los derechos de propiedad, a la par de la titularización de predios en situación de tenencia informal pero real y productiva desde tiempos ancestrales. 

Por la masificación de las vías terciarias a fin de conectar físicamente los suelos más fértiles de nuestras cordilleras y planicies con los mercados urbanos. Y por estimular otras formas de acceso a la tierra como el arrendamiento, el usufructo, el comodato, y las cuentas en participación, entre otras, mediante estímulos fiscales, como por ejemplo la exclusión tributaria de las rentas de esta naturaleza para los propietarios legítimos que accedan a ceder sus fincas bajo dichas modalidades, siempre y cuando se celebren en plazos no menores a diez o quince años. Tras la pandemia, los estragos de la invasión de Ucrania por parte de Rusia (conjuntamente la segunda despensa más grande del mundo de granos, energía y fertilizantes), además de los evidentes efectos del cambio climático, el tema de la seguridad alimentaria (y asimismo la energética, que va de la mano con esta), ha retornado a la mesa del debate público internacional. 

Ya no se trata de entorpecer las importaciones de comida mediante aranceles altos u otras medidas similares. Lo que estamos viendo, por el contrario, son las restricciones, y aún las tres prohibiciones, de exportación de comida, como un imperativo de seguridad nacional. Así lo ha hecho Indonesia con el aceite de palma, India con el trigo, de nuevo Vietnam y Tailandia con el arroz, entre otros varios casos. Es el proteccionismo a la inversa. La moraleja y la lección es inequívoca: hay que cuidar y ampliar la huerta propia por meras y obvias razones de seguridad alimentaria nacional. Y hay que enterrar por siempre el ‘modelito’ de apertura que nos impuso el nefasto Consenso de Washington. 

*Exministro de Agricultura, excodirector del Banco de la República y director de Ecopetrol. Bogotá, junio de 2022.

 

CARLOS GUSTAVO CANO*

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