Wagner: Lo peor de la guerra

Columnista Invitado

En la obra Julio César de Shakespeare, el emperador da una orden a sus soldados: “Gritar ¡Devastación! Y soltar los perros de la guerra”. Al ordenar devastar, se autoriza a mercenarios y soldados el pillaje. Del maestro inglés toma Forsyth el nombre de su novela famosa llevada al cine. Mercenarios, perros de la guerra, soldados de fortuna, paras, son nombres que ha tomado esta antigua modalidad de hacer la guerra.
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Desde tiempos de Ramsés II hay documentación sobre su uso. Los griegos eran expertos mercenarios, incluso pagados por sus enemigos persas. Roma los utilizó poniendo a sueldo bárbaros contra bárbaros. En la Edad Media eran pan de cada día, como los condottieri de los Sforza. Aunque hay debate sobre si son o no mercenarios en el sentido estricto de la palabra como la definen los Protocolos de Ginebra sobre Derecho Humanitario, se ha considerado a los Gurkhas británicos e indios y a la Legión Extranjera francesa, como organizaciones de mercenarios donde hay interés monetario o perdón de conductas criminales de por medio, a cambio de empuñar las armas en el sentido que indique el contratista.

Recientemente el concepto de mercenario ha mutado a presentaciones más palatables para una opinión pública cada vez con mayor sensibilidad. Se les llama Empresas de Servicios Militares. Ya los grupos aventureros como el del norteamericano George Bacon, el irlandés “Mad Mike” Hoare, el francés experto en golpes de estado Bob Denard, el británico Simon Mann, el belga Jean Schramme, nuestro Yair Klein, el francotirador soviético Khalimov, o el sueco especialista en escuadrones de la muerte y declarado no culpable del asesinato de Olaf Palme, Bertil Wedin, han sido reemplazados por firmas como Blackwater, hoy Academi, inscrita en la bolsa, Executive Outcomes, Gurkha Security Gards LTD, y Dyncorp de propiedad de Dan Quayle, exvicepresidente de EEUU.

El tan citado y poco leído Sun Tzu dice con razón que el arte de la guerra es el arte del engaño. Por eso también se tiene por cierto que en una guerra la primera víctima es la verdad.

Quedan pocas dudas entre los analistas expertos en Rusia, sobre el carácter de extrema derecha de Wagner: es una máquina semiprivada de guerra con sede legal en Argentina, en defensa de los intereses militares y políticos rusos en el extranjero, ligada bajo juramento a las instituciones militares, pagada por el presupuesto de defensa y compuesta básicamente por rusos, aunque tiene en su nómina combatientes de otras quince nacionalidades. Remplaza el desgaste de enviar jóvenes conscriptos al frente de guerra. Es reciente, visible desde hace nueve años. Tiene presencia sangrienta en Ucrania, Siria, Libia, República Centroafricana, Guinea Ecuatorial, Sierra Leona, Sudán, Mali, Burkina Faso, Chad, Eritrea y Zimbabue.

Y en Venezuela. En 2019 Putin le envió a Maduro, vía Cuba, entre 200 y 400 mercenarios de Wagner para que lo cuidaran de las “amenazas de la oposición”. Se quedaron y entraron al negocio ilegal de minería de oro y tierras raras en el Arco del Orinoco. ¿Serán socios del Eln? Cuando Blackwater intentó por cuenta de Trump intervenir en Venezuela, se temió una confrontación con Wagner desastrosa para la región.

Se amotinó contra el Kremlin. Putin, ex KGB, llamó traidor a su antiguo socio. Ahora aparece muerto en un accidente aéreo que se suma a los incidentes fatales de quienes han osado alzar la voz o la mano contra el hombre fuerte de Moscú. Disidentes, críticos, generales en desgracia, agentes desertores, amantes, todos fallecen de ataques al corazón, envenenamiento imposible de probar o defenestración en todo el mundo. Sin mencionar el Síndrome de La Habana, tecnología rusa para interferir con los diplomáticos extranjeros, ya ensayada en Bogotá.

Los paramilitares, siempre y en todas partes se salen del control de sus amos. Hay que poner ojos en la presencia de Wagner en Venezuela. Es otra amenaza a nuestros intereses estratégicos.

 

Luis Carlos Villegas

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