El peor ciego es el que no quiere ver

Columnista Invitado

La obstinación del expresidente Uribe en no reconocer su cuota de responsabilidad política y moral por las ejecuciones extrajudiciales ocurridas durante su mandato, es ya irremediable.
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Por esta razón, el adagio del título de esta columna cobra validez al releer la columna del general Álvaro Valencia Tovar (+), que me permito transcribir con negrillas propias. Fue publicada en El Tiempo (12/05/2006) cuando el autor se enteró de la directiva 029 del 17/11/2005.

De la fecha de la directiva y del contenido y fecha de la publicación, se puede inferir que la ambición de poder (reelección) obnubiló la visión político-estratégica de las altas instancias de decisión del Estado, encabezadas por el Presidente de la República de ese entonces.

Respetuoso disentimiento

“Vivimos una época en la que el dinero se ha convertido en obsesión, hasta el extremo de quebrantar los valores morales y la existencia racional de una sociedad, dentro del cínico concepto de que el fin justifica los medios. La corrupción que nos destruye es fruto de la codicia, del afán de enriquecerse, así sea sacrificando la honra, el buen nombre, el respeto por la ética, a la cual subordinan el funcionario público y el ciudadano su comportamiento.

Introducir en la existencia militar esos elementos corrosivos, así sea para lograr mayor comprometimiento de oficiales, suboficiales y soldados, es menospreciar los valores perdurables de nuestras instituciones armadas, que a lo largo de dos siglos han contribuido a la independencia de la nación y al sostenimiento de una democracia de libertades y derechos con sacrificios ingentes y sin jamás obtener ni esperar recompensas en metálico para el recto cumplimiento del deber.

Cuando, a mi juicio equivocadamente, se señaló a la opinión como objetivo del Plan Patriota la captura o baja de la cúpula de las Farc, se estableció una clara misión para las Fuerzas Militares. En realidad, esa no fue la razón de ser del Plan. Era sí el rescate de las regiones afectadas por la delincuencia y el terror encubiertos tras el ropaje de una revolución ideológica y anacrónica, que nuestro pueblo no compartía, para lograr la presencia efectiva y actuante de la autoridad y la soberanía del Estado. Este equívoco señalamiento de las metas ha conducido a que, al no lograr la que se enunció como prioritaria, se diga que el Plan fracasó y con él, la Política de Seguridad Democrática, que tenía y tiene miras más altas.

Al no lograrse el propósito anunciado, mediante operaciones militares realizadas dentro de una estrategia bien concebida, el razonamiento que hará la opinión pública sobre una lógica elemental conducirá a la idea de que el supuesto fracaso se resarcirá con las recompensas en metálico. De ahí a concluir que el Ejército solamente es efectivo si se compran sus esfuerzos con dinero, solo habrá un paso. ¿No equivale este despropósito a socavar las bases morales sobre las cuales se ha construido históricamente el deber ser del Ejército de Colombia? Me apena sobremanera situarme en desacuerdo fundamental con el señor Ministro de Defensa, gestor de la idea. Si hubiera sabido que se cocinaba una disposición de tan nocivos efectos para la institución que amé y serví con todas las fuerzas del espíritu y aliento del corazón, habría tratado de persuadir a quienes de ello se ocupaban de no materializar semejante criterio. Jamás pensé, en mis largos años de servicio a las armas y los ideales militares, en recompensas en dinero para mí o para mis hombres. No las requerí. Cumplimos, en los batallones Colombia y Ayacucho, en la Quinta Brigada, en el propio Ejército, que tuve el honor de comandar, las misiones que nos correspondieron con mística, sentido del deber, unidad de propósito.

Una recompensa en metálico nos habría ofendido, como nos ofende hoy saber que se recurre a tan insólito como contraproducente recurso para estimular unidades y soldados. Jamás las proezas humanas, como el cruce heroico del páramo de Pisba en 1819, se realizaron con el dinero como recompensa. Mi petición ardiente, así resulte inoportuna y molesta, es rectificar el error antes de que comience a surtir efectos destructores”.

 

Carlos A. Velásquez

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