El precio de la vida

Camilo González Pacheco

Dos desalmados delincuentes asesinaron hace pocos días a cuatro niños pertenecientes a familias humildes, en un sector marginal de Florencia (Caquetá), y recibieron como paga por el crimen, quinientos mil pesos que en plata blanca del reparto final entre hampones significaría ciento veinticinco mil pesos colombianos por matar a cada niño. Espeluznante cifra.

Pero, en las leyes de oferta y demanda criminal, por ahí ronda el precio para acabar con la vida de una persona en estrato uno. Que obvio, es menor a un acto criminal igual en estrato dos; y éste más bajo que si fuera en estrado tres; y, mucho menor éste último por eventos homicidas en estrato cinco, seis, y en terrenos políticos, sindicales, empresariales o de determinada estirpe social.

Lo que se evidencia, a partir de estos asesinatos que conmueven al país, es que la vida de los colombianos hace tiempo tiene precio, y el negocio se mantiene por que existen quienes pagan y claro está, quienes cobran para ejecutar tan degradantes delitos. En otras latitudes, matan con igual y peor ferocidad arropados en la ilusión de viajar directo y exprés, tarde o temprano -pero a la fija- a disfrutar por siempre de la placidez de la vida eterna en los idílicos parajes celestiales a la diestra o siniestra del creador. Aquí en Colombia, en ese tipo de degradantes actividades predomina el billete. Muchos de ellos, se la juegan persignándose y rezándole devotamente a su santo o virgen protectora segundos antes de asesinas a sus víctimas.

Pero, en Colombia otros pagan para matar, con el propósito de aumentar la extensión de sus predios rurales; de duplicar ahorros en cuentas bancarias; de elegir y ser elegidos. De impedir que alguien políticamente distinto a sus padrinos acceda al poder regional o nacional. Tras éstos objetivos conforman poderosos ejércitos irregulares que muchas veces actúan en llave con las fuerza regulares, sembrando el campo colombiano de muertos, huérfanos, viudas, dolor y violencia.

Pues bien, si la justicia ordinaria ha permitido conocer los autores de tenebrosos asesinatos individuales cometidos en la base humilde de la sociedad, resultaría necesario a partir de la vigencia de la justicia transicional, saber la verdad sobre el nombre de encumbrados colombianos que pagaban a las autodefensas por asesinar líderes sindicales, campesinos y sociales. Ya varios jefes paramilitares identificaron públicamente empresas nacionales y multinacionales que los financiaron.

Falta conocer los nombres de los cinco jefes de alta estirpe social, empresarial y política, que el asesino Carlos Castaño, mencionó sin identificarlos como sus jefes a la sombra. Y de ahí para adelante, identificar a los respectivos jefes regionales de los tenebrosos paramilitares, en los departamentos y las principales capitales del país. Si se empezará por ahí, quizás el sapo que propone el expresidente Gaviria, lo podría tragar el pueblo colombiano con asco pero con mucha resignación. Luego vendría, ojalá, la justicia y la reparación, para cerrar con éxito el ciclo de propuesta de pacificación nacional.

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