Recordando a Juan Rulfo

Camilo González Pacheco

El próximo martes se conmemoran los cien años de nacimiento de Juan Rulfo, el 16 de mayo de 1917 en Sayula, México. Este acontecimiento será la semana entrante, eje cultural de celebraciones en América Latina, y obvio, en el mundo cultural colombiano. El homenajeado, es autor de la novela Pedro Páramo, considerada por Jorge Luis Borges y García Márquez, como una de las mejores novelas de la literatura de lengua hispánica, y de toda la literatura universal.

Rulfo, para recordarlo, fue el único dueño y propietario de Comala. Igual que García Márquez de Macondo. Juan Carlos Onetti de Santa María. Y, como hace pocos días citaba Juan Carlos Botero, lo fue años atrás el primero de este tipo extravagante de propietarios, William Faulkner, del condado de Yoknapatawpha.

Pedro Páramo, empieza citando aquella lejana y desconocida propiedad de Rulfo, cuando Juan Preciado llega en busca de su padre al que no conoce:

“Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo. Mi madre me lo dijo. Y yo le prometí que vendría a verlo en cuanto ella muriera. La apreté sus manos en señal de que lo haría; pues ella estaba por morirse y yo en un plano de prometerlo todo… se lo seguí diciendo aun después que a mis manos les costó trabajo zafarse de sus manos muertas”.

La obra, como lo han enseñado maestros en literatura, no es fácil de leer ni de entender, sobre todo, si se tiene en cuenta, que los principales monólogos y diálogos son de difuntos.

El territorio para los tolimenses, tiene algunas similitudes con un pueblo nuestro: Comala vendría a ser, por acá cerca y todavía por estos días, algo así como Coyaima. Al igual que allá, parece que el tiempo no existiera y ni siquiera pasara, la vida es adolorida, la muerte es un descanso, los ríos se secan, pero, los muertos no conversan y visitan a toda hora a sus amigos como en Comala. Por aquí, ni los vivos hablan.

Observemos ahora, con mirada musical lejana y cercana, el párrafo final de la novela, en el momento trascendental de la muerte de Pedro Páramo, quien muere no en la serenidad melodiosa cantada por Garzón y Collazos, o Silva y Villalba, sino bajo la sonoridad de la voz de Chavela Vargas o José Alfredo Jiménez, es decir, a lo mero macho:

“Se apoyó en los brazos de Damiana Cisneros e hizo intento de caminar. Después de unos cuantos pasos cayó, suplicando por dentro; pero sin decir una sola palabra. Dio un golpe seco contra la tierra y se fue desmoronando como si fuera un montón de piedra”.

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