Tribulaciones bancarias

Guillermo Hinestrosa

Existe una enemistad instintiva, un temor atávico y recíproco reseñado en el propio libro del Génesis, entre el hombre y las serpientes.
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Tienen pleno derecho a vivir y son indispensables para el equilibrio ecológico, pero mejor si están lejos de nosotros. De todas hay que desconfiar si queremos prevenir riesgos mortales. Los colombianos llamamos culebras a las deudas. No todas son venenosas, pero es difícil distinguir las inofensivas, por eso, preferible evitarlas. No es de extrañar, entonces, la animadversión que despiertan en todas las sociedades los banqueros. Aclaro que pese a haber trabajado más de treinta años en el sector, apenas alcancé la categoría de bancario (mi declaración de renta lo comprueba). Aun así, estoy habituado a que me tilden de vampiro, esbirro de Mammón y Belcebú. Esta es, entonces, también una modesta defensa propia.

La materia prima de los bancos es el dinero. Giovanni Papini, el genial escritor italiano autor de Gog, siguiendo la antigua tradición, lo denominó “estiércol del demonio”. Así las cosas, no ha de extrañarle a nadie que se requiera cierto perfil mefistofélico para olfatear el riesgo, asegurar la garantía, desembolsar el crédito y al primer hedor recoger la plata, para apartarnos indemnes con los denarios a buen recaudo.

Dice Deuteronomio 23: 19-20: “No exigirás de tu hermano interés de dinero, ni interés de comestibles, ni de cosa alguna de que se suele exigir interés. 20 Del extraño podrás exigir interés, mas de tu hermano no lo exigirás, para que te bendiga Jehová tu Dios en toda obra de tus manos en la tierra adonde vas para tomar posesión de ella.” Eso quisieran algunos deudores: tener como prestamistas al hermano, la madre o el abuelito: sin intereses, extensos períodos de gracia y prórrogas a discreción. Pero el banquero profesional presta lo ajeno y está conminado a devolverlo completo y con intereses. Por eso jamás le presta “al que necesita”, al requiere dinero para subsistir, sino al que lo sabe trabajar. La parábola de los talentos lo explica todo: Jesús reprende al mayordomo que recibió un talento y no lo multiplicó: “Por tanto, debías haber dado mi dinero a los banqueros, y al venir yo, hubiera recibido lo que es mío con los intereses.” Mateo 25: 7.

Malas pagas hay en las mejores familias: los Templarios ejercieron la banca en la Edad Media y los monarcas franceses cumplieron con ellos el deseo inconfesado de todo deudor: los arrestaron, expropiaron y quemaron en la hoguera, para saldar definitivamente sus deudas. Inmersos ya en la depresión económica, el Gobierno se comprometió a financiar directamente las nóminas de las empresas, siempre y cuando mantuvieran el empleo. Inicialmente anunciaron que “sería a través de un empréstito forzoso a cargo de los contribuyentes al impuesto sobre la renta, que se reembolsaría con créditos para el pago de futuros impuestos…” No se decidió así. Se hará con créditos bancarios a las Mipymes, respaldados con avales del Fondo Nacional de Garantías del 80% o 90%. La tensión que vive el sector financiero es tremenda.

El gobierno le trasladó toda la presión social. Tiene el dinero, pero no es su dueño. Aparte del análisis financiero tiene que evaluar si las nuevas circunstancias (distanciamiento social, teletrabajo, cierres de fronteras, confinamiento inteligente, etc.), con los ajustes que improvise el cliente, lograrán sostener su modelo de negocio. Así haya una buena garantía, no se aprueba un crédito cuando están en vilo los ingresos futuros. No es avaricia ni falta de empatía lo que la lleva a negar un crédito. Es la duda razonable de su pago.

Con todo, se han aplicado alivios a 5,4 millones de obligaciones, por $90 billones de pesos, y siguen los desembolsos. Más que nuevas deudas, las pequeñas y medianas empresas necesitan macroproyectos públicos que generen contratos, empleos, subsidios directos, auxilios. Difícil entenderlo, pero ninguno de estos se obtiene en un banco.

Albert Einstein afirmó no saber cómo sería la tercera guerra mundial, pero sí la cuarta: con lanzas y piedras. Quizá cuando el planeta termine de cobrarnos el riesgo de haber financiado el pandemonio del capitalismo salvaje, cultivemos hortalizas en el Country Club y los bancos hayan devenido venerables Montes de Piedad.

GUILLERMO HINESTROSA

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