Epifanías

Guillermo Hinestrosa

Epifanía es una palabra con diversos significados. Me referiré a ese que alude a la visitación que hace lo sobrenatural al mundo corruptible, sin asociar el mágico fenómeno con una festividad, sacramento o tradición religiosa en particular.
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Es cierto que creyentes y supersticiosos hallan milagros en todo lo que les ocurre. Algunos ven en la humedad de una pared o en la mancha de una calabaza el rostro de la Virgen; otros sueñan con alguien, llaman a averiguar por su suerte y se enteran de que agonizaba al momento de su delirio.

Hay quienes posan sus manos sobre las gentes y les alivian las dolencias. Los médicos protestan porque en las clínicas, si el paciente se recupera el mérito es para el grupo de oración de las tías. Pero si muere, la culpa es de los doctores y debe responder el hospital.

Por eso las epifanías están un poco desacreditadas en el sector de la salud, pero no nos engañemos: que las hay las hay. Casi siempre ocurren en soledad, no tiene el mismo efecto en todas las personas y son de diverso tipo e intensidad. Con 19 años, cuarto semestres de derecho, marxista devoto y estrenando novia, me fui a pasar Semana Santa a una población de Cundinamarca.

En medio de un asado padecí un ataque de celos al percatarme de la visita del exnovio. Protesté, amenacé con irme, hice llorar a la chica y obtuve como resultado una fogosa (y clandestina) reconciliación. Entrada la noche, cuando me aprestaba a dormir en la remota habitación que me asignó la suegra, un golpe de aire arrebató mis sábanas.

Revisé puerta y ventana que hallé cerradas. Me acosté y en el siguiente duermevela la corriente se insufló entre mis piernas. Me enrollé como un tabaco entre los cobertores. Contaba cincuenta ovejas cuando un viento imposible me heló los pies. Alarmado quise levantarme, pero una mano me frenó en el pecho. Pataleé, manoteé y lancé un grito de auxilio, pensando que eran ladrones.

A poco mi suegra abrió la puerta en compañía de mi novia y mi cuñado. Inspeccionaron la casa: todo estaba cerrado y ajustado por dentro. Dejé la luz encendida sin pegar el ojo. Al día siguiente supe que allí habían velado al padre de mi amada, un año atrás. Es una fantasmagoría prosaica, pero verás. Ha sido mi único contacto físico con el mundo sobrenatural.

Meses después me topé con un personaje que leyó en mi mano secretos que solo yo sabía. Intrigado por la existencia de seres invisibles y técnicas para manipularlos, me inicié como aprendiz de brujo y abrí por primera vez una Biblia.

Entonces, como dirían en Star Wars, la Fuerza tomó el control, apartó al falso maestro y experimenté una epifanía trascendente, que el guionista de Viaje a las Estrellas hubiera descrito en los siguientes términos: “Si pudiste comprobar que existe un mundo paralelo, busca al Espíritu Absoluto y no te distraigas con intermediarios, por alto rango que les atribuyan religiosos y ocultistas en su apócrifo santoral”.

El converso es un alma que se allana a normas que antes desdeñó. Lo motivan la gratitud por el discernimiento (revelaciones muy personales), pero también el temor. Un temor reverente fundado en la resignación de no poder ocultarse de su Señor y el riesgo de atenerse a Su inmensa paciencia. La fe no es un asunto de camándulas, supersticiones o cerebros lavados.

Se trata más bien de un resplandor que ciega al extraviado y lo tumba del caballo para enseñarle la diferencia entre lo sagrado y lo profano, como le ocurrió a Pablo de Tarso en el camino de Damasco. La Navidad es la epifanía por excelencia. Dios, dador de vida e inteligencia, se les presenta a las pendencieras larvas pensantes del universo, encarnando la fuerza soberana del amor. Como todo misterio, parece absurdo, ¿no?

GUILLERMO HINESTROSA

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