La ética de la discordia

Guillermo Pérez Flórez

Bernard Crick, politólogo inglés, escribió hace años un libro, ‘En defensa de la política’, en el cual postula que el sentido y finalidad de esta no es otra cosa que la búsqueda del acuerdo. Es decir, se hace política para llegar a acuerdos, que es lo que les permite a las sociedades avanzar, gracias a que posibilitan la cooperación y el entendimiento entre personas que ni siquiera se conocen.
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Los idiomas, por ejemplo, son construcciones político-culturales para que la gente se comunique y se entienda. Lo mismo las monedas, que viabilizan el intercambio de bienes y servicios, o con otros asuntos menos complejos y básicos, como los semáforos. Ponerse de acuerdo en el significado de sus colores hace posible un orden mínimo en la movilidad. Y así sucesivamente. Para que las sociedades funcionen se requiere que haya acuerdos. Entre más acuerdos tengan, mayores serán sus posibilidades de progreso.

A qué viene esto. Creo que a los colombianos no nos gusta la política. O mejor, hacemos política no para buscar el acuerdo, sino para propiciar la divergencia. Este rasgo cultural ha sido una constante de las élites a lo largo de nuestra historia, desde de 1810. Durante el siglo XIX tuvimos varias guerras civiles nacionales y decenas de conflictos bélicos regionales. 

Todos hubieran podido evitarse. A mitad del siglo pasado, después de trescientos mil muertos, después de haber incitado al odio, los jefes liberales y conservadores se pusieron de acuerdo en un modelo de estado, que partió de reconocer una triste realidad: que la división entre ellos se originaba no tanto en las diferencias ideológicas o programáticas, sino en luchas por el poder. No es que no existieran diferencias ideológicas, las había, por supuesto. Sin embargo, no daban para que la gente se matara. El Frente Nacional consistió, básicamente, en repartir por mitades los puestos públicos.

Algunos sectores creen que el poder les pertenece por derecho divino. Es como si les hubiese sido escriturado a perpetuidad, y no soportan ver “rostros nuevos en los carros oficiales”. Hacen política, no para buscar el acuerdo, sino la divergencia. Su dogmatismo les impide entender que existen verdades diferentes a la suya. Solo coinciden con quienes piensan igual. Se dice, por ejemplo, que el presidente Petro quiere acabar con uno de los mejores sistemas de salud del mundo. No digo que no hayamos progresado, pero de ahí a creer que no necesite reformarse, hay un abismo. Si el sistema es tan bueno, ¿por qué las clases medias y altas tienen medicina prepagada? ¿Por qué el sistema judicial está congestionado por las tutelas por el derecho a la salud? Según la Corte Constitucional, 2022, fue el año con el mayor número de tutelas radicadas en la historia: 633.463. Los derechos más demandados fueron: petición (46,5%), salud (24,7%), debido proceso (16,7%), vida (6,3%) y mínimo vital (6,2%).

La oposición llama a paralizar las reformas y a que se vaya el Presidente. Absurdo. El país necesita avanzar en la superación de problemas, entre ellos la intolerancia, y para ello es imprescindible recuperar el sentido de la política. El presidente Petro, a su vez, haría bien en insistir en el Acuerdo Nacional, para lo cual deberá abrirse más al conjunto general de la sociedad. Hay un país ávido de cambios reales. Un país que necesita ser oído. Quizás así, algún día, se supere la ética de la discordia que anida en el alma de todos los colombianos y que tantos dolores nos causa cotidianamente.

GUILLERMO PEREZ FLÓREZ

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