¿Los derechos de ellas no importan?

Héctor Manuel Galeano Arbeláez

Se dice que la prostitución es el oficio más antiguo del mundo y en Colombia esta actividad estuvo prohibida durante gran parte de su historia, aunque en la práctica era relativamente tolerada y quienes ejercían la prostitución eran controladas por sanidad y en los pueblos y ciudades tenían su propio espacio denominado “zona de tolerancia”. Existían barrios donde las mujeres se ganaban la vida y sostenían a sus familias con ese trabajo por física necesidad.
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Recuerdo una investigación realizada por la UIS en Bucaramanga, en la zona de tolerancia, con más de 200 mujeres y que arrojó que de este universo solo una disfrutaba su oficio, el resto lo hacía por necesidad. La misma situación se reflejó en Bogotá.

Y fue solo hasta 1970, cuando se expidió el Decreto 1335, que se despenalizó por primera vez el ejercicio de la prostitución, pero en la práctica no existe un marco jurídico que defienda los derechos de las personas que ejercen voluntariamente la prostitución, un asunto que se agravó por la reciente pandemia y que golpeó fuertemente a quienes ejercen la prostitución.

En 2013 Armando Benedetti presentó el único proyecto de ley, que se hundió en el Congreso en medio de muchas críticas, que proponía entre otras cosas, afiliar a las prostitutas al sistema de Seguridad Social en salud y el reconocimiento de todos los derechos que trae el Código del Trabajo para los trabajadores en Colombia, no revictimizarlas, ni ejercer sobre ellas violencia física o verbal, vacunas gratuitas contra infecciones de transmisión sexual y prevención de enfermedades, condiciones dignas de los sitios destinados a ejercer su trabajo.

Nada de esto se ha logrado a pesar de las decisiones de la Corte Constitucional (T-629 de 2010 y T-594 de 2016) que señalan que la prostitución es una actividad lícita, que puede ser calificada como trabajo, merecedora de protección legal y constitucional de los derechos fundamentales de las trabajadoras sexuales a la salud, al reconocimiento de los derechos de que gozan todos los trabajadores, garantías a la libre circulación, la libertad personal y la no discriminación por su actividad.

Llama la atención que en estos tiempos en los cuales se agitan tantas ideas de cambio y se habla de empoderar a los pequeños campesinos, a los afros, a las mujeres, a los indígenas y de darles oportunidades de rehabilitación a quienes han sido condenados por la comisión de delitos, no se diga ni ‘mu’ con respecto a esta comunidad, integrada en su mayoría por mujeres pobres, que no tienen otra forma de llevar el sustento a sus familias, que son excelentes madres y solidarias con las actividades culturales.

A ellas se debe el éxito en la realización de la primera balzada, con Santa Lucía, por el río Magdalena en Ambalema, los juegos tradicionales en una jornada cultural en Planadas y el festival y desfile de máscaras en La Candelaria y los alrededores de la Plaza de Bolívar, en la época de Mockus. Miremos a las trabajadoras sexuales como seres humanos.

 

HÉCTOR GALEANO ARBELÁEZ

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