Adiós candanguitas

Hugo Rincón González

Llegó a nuestro hogar en el año 2000 cuando mis hijas eran unas niñas. En diciembre de 2020 conté en un escrito publicado en este diario que lo adquirí por la insistencia de un campesino de una vereda de Ibagué. Recuerdo los gritos de alborozo de todas las integrantes de mi familia pues había roto una promesa de no volver a tener un animal como mascota. Asustado, diminuto y lleno de pulgas llegó el perrito cruzado entre dóberman y pincher al que llamamos inicialmente Junior y ulteriormente Junior Candangas.
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Desde su llegada, no nos alcanzamos a imaginar lo importante que se volvería para todos. Su temperamento nervioso del inicio fue diluyéndose para entrar en confianza con cada integrante de la familia. Así fue creciendo hasta donde estaba determinado que podría hacerlo. Se convirtió en una mixtura de perro faldero fiel acompañante con un peleador que no se arredraba con perros de mayor envergadura. Esta característica de pequeño guerrero lo puso al borde de su extinción en una ocasión en la que un adversario mucho más grande que él, estuvo a punto de liquidarlo.

Candangas era un buen compañero. Velaba por sus amos. No se retiraba a dormir hasta cuando el último integrante de la casa lo hiciera. Se echaba silenciosamente al lado de quien estuviera haciendo alguna actividad en el estudio. Mi hija menor decía que “este perro no sabe hacer nada, comparado con otros perros”, sin embargo, brindaba algo infinitamente valioso, más importante que cualquier truco: el amor, un amor legítimo, verdadero, leal y permanente, para qué más.

Cuando estaba joven, Candangas participó en todas las actividades familiares. Era el primero que se alistaba para los viajes. Saltaba dentro del carro y se acomodaba quieto para ser un convidado permanente. En varias ocasiones su temperamento aventurero en los paseos lo hizo extraviar. Estuvo perdido en el desierto La Tatacoa en medio de un calor infernal. No lo encontrábamos por haberse refugiado del sol en unos matorrales, cuando al fin apareció, la alegría mutua fue grandiosa, nosotros por encontrarlo y él por volvernos a tener.

Caminó conmigo en los primeros años de este siglo por los cerros del norte de Ibagué. Era vigoroso, saludable y mientras este servidor ascendía fatigosamente la cuesta, Candangas subía, me esperaba y luego volvía a bajar a acompañar mi paso cansino. Nos dio alegrías, se convirtió en un ser especial, casi un hijo al que se cuida y se mima.

Candangas nos acompañó siempre. A medida que avanzaban los años fue envejeciendo como todos. Su organismo se empezó a deteriorar. Cuando se acercó a los 20 años, los veterinarios no podían creer que un perro tan “viejito” aún estuviera vivo y con energía, decían que era excepcional por su longevidad.

Los achaques fueron arreciando y él incólume acompañándonos. Fue perdiendo la visión, se empezó a quedar sordo, tenía una afección cardíaca que se complicó con problemas renales y hepáticos. Aún así resistía estoico, firme, como esos seres aferrados a la vida con deseos de seguirnos acompañando más años.

El amor mutuo no nos alcanzó para seguir contando con Candangas. Hace muy pocos días, ya con 22 años cumplidos, la multiplicidad de males se extendió a un cuadro nervioso irreversible con un pronóstico desfavorable. Las opciones eran pocas, verlo en un sufrimiento infinito e indigno o tomar la decisión dolorosa de dormirlo para siempre. Con lágrimas de cada integrante de la familia lo despedimos con una gratitud gigantesca por todos los años compartidos, por las alegrías, por su amor, lealtad y compañía. Buen viaje candanguitas, gracias por tu vida, ve a descansar al cielo de las mascotas donde en algún momento nos volveremos a encontrar para seguir corriendo por senderos hermosos como lo hiciste en vida.



 

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Hugo Rincón Gonzáles

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