Historia sin fin

Juan Carlos Aguiar

Fueron largos minutos de violencia oficial que terminaron convertidos en horas de violencia ciudadana. Quejidos de dolor, en los que un solo hombre pidió desesperado: “Por favor, no más”, repitiéndolo una y otra vez, que también se convirtieron en gritos furibundos por parte de cientos. Fue un procedimiento policial que se convirtió en la peor protesta ciudadana de lo corrido de 2020. Minutos que se convirtieron en horas y luego en días, recordándonos lo predecibles que somos los seres humanos cuando perdemos el control y caemos en esos fenómenos de histeria colectiva, que al final solo dejan caos y destrucción, pero especialmente sangre y dolor.
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Todo sucedió muy rápido. Luego de un operativo de captura que más parecía una escena de venganza alimentada por el odio de dos oficiales de policía que portaban, desvergonzados, el uniforme de la Policía de Colombia, el video se hizo viral y tomó mucha fuerza cuando se supo que Javier Ordóñez había muerto. De forma espontánea, sin desconocer que desde las tribunas de Twitter atizadores encabezados por Gustavo Petro o María Fernanda Cabal alimentaron la rabia colectiva, muchos salieron a las calles primero a reclamar, luego a protestar y al final a vengarse, como si 150 mil policías fueran responsables por la brutalidad de unos pocos agentes. Incineraron los CAI, como si el día de mañana no los fueran a necesitar cuando ladrones callejeros golpeen a sus puertas; incendiaron buses de transporte público como si no hicieran falta en un país que no sabe cómo movilizarse; destruyeron negocios como si no hubieran sido suficientes meses de cuarentena para llevar a la quiebra a sus propietarios. 

Los videos y las fotografías, testigos de una barbarie desmedida, son escalofriantes. Una vez más, unos pocos nos demostraron a la inmensa mayoría de los colombianos que la intolerancia es el mayor combustible de una violencia que nos ha ahogado por décadas y que consume nuestras vidas sometiéndonos a círculos viciosos, en los que bien podríamos perder la cuenta de cuánto tiempo ha pasado o cuántos muertos hemos dejado.

¿Qué les podemos exigir si del otro lado les estaban disparando con las propias armas del Estado? 

Allí, una horda de policías deslucía el tricolor nacional que portaba en sus uniformes mientras apuntaba las armas contra ese pueblo que juraron defender. En grabaciones aficionadas se ven los fogonazos de sus pistolas cuando atentan salvajemente contra los manifestantes. Se ven sus manos alargadas por armas de fuego usadas indiscriminadamente para matar. Motos oficiales que se abalanzaban contra transeúntes que solo trataban de alcanzar la seguridad de sus hogares, en medio de calles dominadas por enardecidos de lado y lado. También fueron pocos, porque de las decenas de miles que conforman la Policía de Colombia, los buenos siempre serán muchos más.

No hubo vencedores o vencidos. Y en medio de ellos, un sector mucho más grande de incendiarios que disparan sus dedos sobre teclados de celulares, tabletas o computadores para, sin saberlo, destruir un país, porque están convencidos de que son los dueños de la verdad absoluta. Son expertos: juristas, legistas, humanistas, analistas y muchos istas, que no entienden que sus palabras tienen el poder de polarizar, dividir, fragmentar, sin que asumamos la inmensa responsabilidad que tenemos por acción u omisión. Al final perdemos todos, porque como sociedad no hemos sido capaces de construir un país a la medida de nuestros hijos, sino que lo hemos adaptado a la medida de nuestros más profundos rencores. Y al paso que vamos, jamás le daremos vuelta a esa página maldita que nos consume en el fuego de nuestra propia historia.

JUAN CARLOS AGUIAR

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