Entre la espada y la pared

Juan Carlos Aguiar

Cuando estudiaba cuarto de primaria, hace años, viví una experiencia inolvidable. Mi papá trabajó en una plantación de palma, en Villanueva, Casanare, y empeñado en no dividir la familia nos inscribió en una escuela rural, cerca de la finca. Eran dos salones con dos profesoras para los cinco grados de primaria: uno para primero, segundo y tercero, y otro para cuarto y quinto. Mi hermano estuvo en uno y yo en el otro. Los hijos de humildes campesinos fueron nuestros amigos en una maravillosa aventura que se extendió por pocos meses.
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Una realidad de miles y miles de niños y adolescentes en Colombia con o sin Covid-19. Matriculados en escuelas pequeñas y pobres, sin la mínima infraestructura que garantice una formación idónea que los ayude a disminuir la pobreza rampante y combatir las injusticias sociales convertidas en gigantescos e infranqueables muros.

No es un secreto la inmensa necesidad que tienen los niños de regresar a su hábitat natural: los salones de clase. Lo necesitan por ellos y para construir los cimientos de esas vidas con las que sueñan. Imposible negar que nuestros hijos son el futuro de Colombia.

Científicos alrededor del mundo coinciden en que, por ahora, solo tres factores evitan la propagación del virus: primero, la mascarilla, un elemento tan común en estos meses aciagos y que todavía no está al alcance de todos; segundo, el distanciamiento social, algo imposible en medio del grave hacinamiento en muchos colegios del país donde en pequeños espacios conviven hasta más de cuarenta niños; tercero, el lavado de manos, un verdadero reto si tenemos en cuenta que en muchas escuelas rurales y urbanas el acceso al agua, un servicio vital, es casi nulo.

Basta imaginar escuelas como en la que yo estudié de niño para entender que la pobreza es el peor enemigo de nuestra sociedad y, quizás, uno de los que más vidas sacrifica. Lo particular de esta realidad es que el coronavirus, según han demostrado, se expandió por el mundo gracias a quienes pueden viajar en aviones o trenes rápidos cruzando fronteras, pero son los pobres los más afectados. En Colombia, según el Dane, los estratos 1, 2 y 3 han puesto casi el 90% de las víctimas mortales en esta pandemia, mientras que el estrato 6, el más exclusivo, menos del 1%.

Algo similar ocurre con el grave retroceso en la escolaridad en esta época difícil. Los más perjudicados, otra vez, son los más humildes, quienes sin internet, tabletas o computadores no tienen cómo asumir el reto que impuso la virtualidad.

Estas circunstancias nos hacen sentir que frente al regreso a clases estamos entre la espada y la pared. Por un lado, tenemos el riesgo latente, aunque algunos creen bajo, de que nuestros hijos se conviertan en transmisores del virus, exponiendo la salud de padres, abuelos y la de ellos mismos, llevándonos a un tercer pico que podría ser más fuerte que los dos primeros; pero, por el otro, está el peligro inminente de una crisis iniciada por las enfermedades mentales que se podrían presentar de seguir alejados de sus amigos, maestros y de esa vida que extrañan con el alma. Esto, al final, es una prueba más de la inmensa brecha social que divide a nuestra Nación y que históricamente ha sido caldo de cultivo de una violencia cíclica que no para de repetirse. Y en medio, como siempre, nuestros niños inocentes, amenazados con ser los principales damnificados de una verdadera bomba de tiempo que, de explotar, podría desatar una verdadera tragedia humanitaria.

JUAN CARLOS AGUIAR

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