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Desde la terminación de la Segunda Guerra Mundial, hubo un descenso en el empleo y se restringió a las labores médicas y odontológicas. Más adelante la fiebre consumista que todo lo masifica, lo convirtieron en una prenda ornamental. Sin embargo, la epidemia del siglo XXI le dio un empuje monumental y de repente se volvió un adminículo de uso obligatorio, pese a las protestas de algunas personas. Luego de mucha repetición y de medidas de coerción, nos fuimos acostumbrando a llevarlo a todos los sitios. Ya no sentíamos mucho la fricción de los sujetadores sobre nuestras orejas; la respiración se acomodó y la pelusa que soltaba se neutralizó, pudimos así admirar los hermosos ojos negros de una mujer de la que no podíamos calcular su edad y hasta pudimos mimetizarnos para no saludar a un conocido empalagoso.
Después de dos años nos hemos dado cuenta que ese amigo ha contribuido hasta en nuestra economía familiar. Algunas mujeres se ahorran maquillaje, ya no compran cremas depilatorias para quitarse los bellos incómodos que aparecen en algunas partes del rostro. Los hombres, por ejemplo, tasamos parte de la crema de afeitar y solo lo hacemos cada tres o cuatro días por semana, eso sí, teniendo muy en cuenta que no se nos asomen las huellas hirsutas por entre las orejas.
Nunca podremos saber cuántos contagios han podido evitar estos amigos salvadores, pero lo que sí se puede afirmar es que, gracias a ellos, al igual que a los hábitos que logramos construir la mayoría de colombianos y al cumplimiento de las metas de un porcentaje significativo de inmunización, hoy parece que estamos cerca de cambiar la terrorífica pandemia por una endemia tropical, siempre y cuando no aparezca un nuevo virus o una bacteria que rompa nuestro optimismo.
Hace dos días el Gobierno Nacional comenzó a desmontar el uso de nuestro gran amigo “el tapabocas” y aunque lo dejaron como obligatorio en recintos cerrados, ya comenzamos a retroceder dos años y medio en la interiorización de un hábito protector.
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