Cultura ciudadana: Un tema exótico en Ibagué

Manuel José Álvarez Didyme

El pasado viernes, el editorialista mayor de este diario se lamentaba de la estulticia de nuestros coterráneos, expresada en el daño que le causaron con pintura a una de las esculturas recientemente ubicadas en la calle 10ª frente a una sede universitaria de esta ciudad capital, calificándola como inaudita conducta digna de rechazo y sanción. Olvidando el orientador de opinión del principal periódico de la región, que tal acción, si bien censurable, resulta explicable y esperada en una ciudad que se ha venido conformando por flujos migratorios de las más variadas vertientes, a través de las cuales han confluido gentes de plural origen y disímil formación, sin arraigo ni sentido de pertenencia alguno. Como una consecuencia obligada de nuestra ubicación geográfica, que nos convirtió desde el primer momento de nuestra existencia en cruce de caminos, en donde fuimos surgiendo a manera de privilegiado sitio de albergue, cobijo y mercado de los viajantes que aspiraban a trasmontar la cordillera hacia el occidente del país o ya lo habían hecho hacia el centro, amenazados, primero por los aborígenes y luego por las facciones que contenían en las muchas violencias que el país ha vivido y sigue padeciendo.
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De esta forma hemos recibido y continuamos recibiendo migrantes de toda catadura: campesinos o lugareños de pequeños poblados, sin ninguna educación en normas de convivencia urbana e ignorantes de los hábitos que demanda una ciudad, junto con gentes de otras partes que traen entre sus haberes otras conductas, otros comportamientos, otros hábitos, algunos de ellos que chocan con aquellos que por años hemos estimado como valiosos.

Aupados por la subcultura del narcotráfico, amplificada por los medios de comunicación y exaltada por los consumos millonarios y el derroche de dineros que a su alrededor se suceden. Y nadie, les da a estos nuevos ibaguereños una inducción al “diario vivir normal”, es decir al discurrir bajo normas de convivencia y hábitos de tolerancia y respeto, ni les previene sobre los nocivos efectos que pueden llegar a causarse por la violación de tales reglas.

Por cuanto las escuelas y colegios nada de esto enseñan ya que suprimieron de sus pensum la educación cívica, y las autoridades de Policía, encargadas de la prevención, ya sabemos que aquí y ahora nada hacen, distinto a tolerar y mirar para otro lado cuando la ley se transgrede.

Y así termina por reproducirse en pleno centro de la urbe y en los barrios de la periferia, las fondas camineras con su insoportable sonido y su anárquico comportamiento, riñas incluidas, e ignorándose, cuando no despreciándose por conductores y peatones, las reglas de conducta frente al tránsito, como es tradicional en las vías de penetración y de bajos índices de circulación, y las plazas de mercado replicando los mercados pueblerinos con mercancías regadas por doquier y manipuladas en contravía de toda medida sanitaria y anunciadas con altisonante perifoneo. Bogotá, bajo Mockus, dio el ejemplo de lo que hay que hacer para vivir armónicamente en comunidad, y cómo volver habitable una inhóspita urbe por grande que sea: ¡educar, prevenir y seguir educando!

Pero tal lección aquí no prendió y en la capital de la República, bastó un inepto gobernante del Polo, para que fuera prontamente olvidada.

Y realmente una ciudad en tales circunstancias no puede aspirar a remontar sus problemas de violencia y desequilibrio, ni a superar sus altos índices de desempleo, pobreza y marginalidad. Ahí es donde debe poner el acento en su actuación las administraciones actuales y porvenir.

MANUEL JOSÉ ÁLVAREZ DIDYME-DÔME

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