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De esta forma hemos recibido y continuamos recibiendo migrantes de toda catadura: campesinos o lugareños de pequeños poblados, sin ninguna educación en normas de convivencia urbana e ignorantes de los hábitos que demanda una ciudad, junto con gentes de otras partes que traen entre sus haberes otras conductas, otros comportamientos, otros hábitos, algunos de ellos que chocan con aquellos que por años hemos estimado como valiosos.
Aupados por la subcultura del narcotráfico, amplificada por los medios de comunicación y exaltada por los consumos millonarios y el derroche de dineros que a su alrededor se suceden. Y nadie, les da a estos nuevos ibaguereños una inducción al “diario vivir normal”, es decir al discurrir bajo normas de convivencia y hábitos de tolerancia y respeto, ni les previene sobre los nocivos efectos que pueden llegar a causarse por la violación de tales reglas.
Por cuanto las escuelas y colegios nada de esto enseñan ya que suprimieron de sus pensum la educación cívica, y las autoridades de Policía, encargadas de la prevención, ya sabemos que aquí y ahora nada hacen, distinto a tolerar y mirar para otro lado cuando la ley se transgrede.
Y así termina por reproducirse en pleno centro de la urbe y en los barrios de la periferia, las fondas camineras con su insoportable sonido y su anárquico comportamiento, riñas incluidas, e ignorándose, cuando no despreciándose por conductores y peatones, las reglas de conducta frente al tránsito, como es tradicional en las vías de penetración y de bajos índices de circulación, y las plazas de mercado replicando los mercados pueblerinos con mercancías regadas por doquier y manipuladas en contravía de toda medida sanitaria y anunciadas con altisonante perifoneo. Bogotá, bajo Mockus, dio el ejemplo de lo que hay que hacer para vivir armónicamente en comunidad, y cómo volver habitable una inhóspita urbe por grande que sea: ¡educar, prevenir y seguir educando!
Pero tal lección aquí no prendió y en la capital de la República, bastó un inepto gobernante del Polo, para que fuera prontamente olvidada.
Y realmente una ciudad en tales circunstancias no puede aspirar a remontar sus problemas de violencia y desequilibrio, ni a superar sus altos índices de desempleo, pobreza y marginalidad. Ahí es donde debe poner el acento en su actuación las administraciones actuales y porvenir.
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