¡Ya es hora de cambiar los contenidos de la historia!

Manuel José Álvarez Didyme

Sigue siendo lugar común entre nosotros, comentar los hechos de violencia, sangre, secuestro, corrupción, desfalcos y transgresiones sin cuento de la ley que a diario se presentan en Colombia, de una manera tan generalizada y magnificada, que llegan a incorporarse en nuestra cotidianidad, en todos los ámbitos, tanto en el campo como en la pequeña o mediana ciudad y en la gran urbe; en los barrios de clase alta, media o en las comunas o barriadas de invasión, destacando a los perversos y familiarizándonos con el accionar delictual.
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De forma tal, que el ciudadano del común, inmerso en ese ambiente, acaba por internalizar la idea de que lo ordinario y común entre nosotros debe ser la resolución de las dificultades y diferencias, de acuerdo con “la ley del monte”, así como lo hace la delincuencia, sin necesidad de recurrir para ello a instancia alguna del Estado.

Y así parezca mentira el conjunto de la sociedad termina por conformarse con esto y  pierde su capacidad de asombro ante el mal, ¿y cómo no?, si lo convertimos en lo habitual y lo corriente, y cada día nos tomamos una “dosis personal de criminalidad” para alimentar el espíritu con ella, llegando al autoconvencimiento que, fatalmente, este es un país de corruptos y violentos, que tiene que serlo por un insuperable atavismo, y que por lo tanto nuestros hijos y sus hijos también lo serán, porque no existe opción alguna de redención ni remedio: apáticos, conformes, renunciando a toda esperanza.

Y es que a tal estado de ánimo no arribamos recientemente, ni de un solo golpe. Nos hemos ido aproximando a él, poco a poco y, salvo cortos periodos, fuimos ascendiendo en la escala de la familiarización con la perversión, registrando cada paso con desprevenida fruición.

Desde los primeros instantes de nuestra vida republicana, pasando por la llamada como “guerra de los mil días” y la violencia de los años cincuenta, hasta arribar a “la criminalidad narco-guerrillera” que ya fue el culmen de nuestra capacidad de barbarie, sin hacer alto para la reflexión, para repensar nuestros procederes e instituciones, para evaluar y rediseñar lo existente, insensatamente sin escuchar las voces que en tal sentido clamaban.

Si acaso con dos pequeñas pausas constituidas por el corto lapso que dedicamos a “implementar” lo que eufemísticamente llamamos “frente nacional”, que a la postre resultó más nocivo que la situación que aspiraba remediar, pues aclimató la concupiscencia y la corrupción administrativa y consagró la exclusión, y la fementida paz de Santos que nada nos dejó, salvo un remedo de sosiego y paz.

Así que seguimos sin que el grueso de la opinión y de los medios de comunicación, la dirigencia, los partidos políticos, los gremios, la iglesia, la universidad y los gobernantes entiendan y acepten la necesidad de un cambio radical y hagan algo para adoptar otra cultura de valores, en este caso en procura de “una verdadera paz” y que se convierta en propósito colectivo, acompañado de acciones adecuadas para alcanzarla.

Es hora de quitarles la primera plana de la información y el comentario a la violencia y al crimen, para dedicarnos a destacar la grandeza del hombre común que en medio de tanta dificultad se levanta todos los días a trabajar con la convicción que al final de la jornada encontrará el premio que su esfuerzo merece. A contar y relievar las hazañas y los logros de nuestros científicos, deportistas, trabajadores de la salud, maestros, agricultores y en general todas nuestras gentes de bien del común, que luchan y triunfan, para ver si renace la esperanza y nos convencemos que no todo está perdido (el pasado martes no más, este mismo diario destacaba como gran suceso el natalicio del “capo” Pablo Escobar).

Así si el protagonismo y la primera plana los pierden el corrupto y el violento, con seguridad pierden la corrupción y la violencia y ganan la paz, la convivencia y la esperanza.

MANUEL JOSÉ ALVAREZ DIDYME-DÔME

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