¿Qué pasa con el río Magdalena?

Manuel José Álvarez Didyme

¿Qué estará pensando la dirigencia tolimense, en especial la hondana, frente al propósito que no hace mucho expresó el Gobierno Central, de volver sobre los pasos del pretérito y recuperar al río de la Magdalena como la arteria fundamental de Colombia, y a “la ciudad de los puentes” como el puerto multimodal de gran significación comercial, que alguna vez lo fueron?
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Porque el Magdalena, antiguamente conocido incluso como “río Grande de la Magdalena”, o “río Grande”, es el río colombiano por excelencia en toda su extensión, puesto que nace en la Laguna Magdalena en el departamento del Huila y termina en el mar Caribe, siendo navegable desde el municipio tolimense de Honda hasta su desembocadura en “Bocas de Ceniza”. 

Acorde con lo cual, no se requiere de inteligencia especial alguna, para estarse preguntando y aspirar a que se proceda a actuar de conformidad: ¿cómo es que un país atravesado de norte a sur por una arteria fluvial de la importancia del Río Magdalena, con 1.528 kilómetros de longitud, se ha dado el lujo de renunciar a darle a éste un uso vial adecuado para transportar en doble sentido, toda suerte de mercaderías y pasajeros entre la costa atlántica y el centro de Colombia, como lo hacen con sus ríos los países que cuentan con similares circunstancias naturales?

Claro que, si se repasa la historia, no siempre fue así, puesto que hubo una época en las que este río sí fue utilizado y sirvió como medio eficiente para llevar y traer pasajeros y carga entre Barranquilla y la ciudad de los puentes, sirviendo entonces como el eje económico del país y convertir estas dos ciudades extremas en importantes polos de desarrollo y en centros fundamentales de la vida económica y cultural.

Al respecto, son de recordar espléndidos vapores como el “David Arango” yendo y viniendo permanentemente, llegando a constituirse en parte del paisaje, y la cultura del río incorporada a la vida nacional, conduciendo desde el centro del país a aquellos que se embarcarían en “la arenosa” para salir al exterior, o desde aquel puerto del atlántico al interior a los viajeros, que después de una prolongada ausencia, emocionados retornaban a la patria.

E igual ocurría con las exportaciones e importaciones que por entonces constituían nuestro incipiente comercio internacional.

Pero vino una falta de mesura por parte de los estibadores que amenazó con arruinar con desbordadas pretensiones a las empresas navieras que aún no acababan de consolidarse, (“darle patadas a la lonchera” se llama a esta conducta en el argot popular), e inexplicablemente nuestra clase dirigente tampoco hizo nada por morigerar la catástrofe y defender una industria de tanto significado entonces para el Tolima y toda Colombia, y esta y el país, se conformaron con la desaparición del transporte fluvial, sin que importara el grave daño que significó para su vida económica, y optaron por soluciones de alto costo y baja eficiencia, como el movimiento de carga y pasajeros por las vías terrestres y aérea que hoy operan.

Hasta que en fecha relativamente reciente la empresa privada y el gobierno nacional volvieron sus ojos al río, para revivir a partir de junio de 2016, algunos fragmentos del afluente, -900 de los 1.500 kilómetros aptos para la navegación que tiene de longitud-, y el actual gobierno del Presidente Duque lo incluyó en su agenda supuestamente como prioridad, con la pretensión de reconvertirlo en el eje del transporte de carga del país, como no ha debido dejar de serlo nunca.

Invocando cifras que la dirigencia de Honda y el Tolima no han medido para ver de volcar hacia tal proyecto, todos sus esfuerzos, dada su trascendencia en términos de captación de ingreso y generación de riqueza y empleo regionales, pero por sobre todo en recuperación de la menguada importancia de un municipio y un departamento que otrora fueron líderes y como tales, orientadores del país.

MANUEL JOSÉ ÁLVAREZ DIDYME-DÔME

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