La muerte de un gran tolimense

Manuel José Álvarez Didyme

El inatajable paso del tiempo nos sigue privando de gente valiosa, que si bien no habitaba físicamente el terruño, en cuanto fijó su residencia en la ciudad de Birmingham, Alabama, U.S.A., tanta falta nos ha de hacer espiritualmente en el futuro, pues de forma lenta y gradual, casi que de una imperceptible forma, la muerte se las está llevando, como pasando las hojas de un calendario en uso. Para nuestro infortunio, son aquellos seres con los que en estrecha comunión disfrutamos o padecimos, los muchos momentos, -difíciles algunos, gratos los más-, que nos brindó el discurrir de la vida, recordándonos, un segmento del poema del gran Borges de América:
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“…que el muerto no es un muerto:…es la muerte que llega…”.

Esa indeseada muerte de la que no escapó recientemente, este hombre de ciencia y gran amigo, privándonos de un ser humano que contribuyó con excelencia a destacar el nombre de este Tolima, de ésta su capital y de sus gentes. Como que Joaquín Guillermo Arciniegas, próximo por muchas razones a nuestros afectos, siempre estuvo vinculado en una forma u otra a la región, la que ornó con su inteligencia, su rectitud y buen obrar, como ilustrado cirujano cardiovascular, que tantos profesionales formó de los que actualmente sirven a esta patria y tantas vidas salvó con su oportuna y docta intervención, cuya honorabilidad y pulcritud contrastan con la mezquindad de la hora de ahora.

Un excepcional valor para el terruño y atildada cifra de nuestra comunidad, de aquellos que “hacen camino en su andar”; una sensible y gran pérdida para una tierra que a diario ve con angustia cómo se va sucediendo la mengua de sus valores, pues con su muerte se tiene la evidencia de la merma de una gran porción del irrepetible pasado de esta “tierra buena, solar abierto al mundo”, como la llamara el gran maestro Bonilla, sin que nada podamos hacer para evitarlo, en idéntica sensación a la que experimentamos cuando vemos caer bajo la piqueta del progreso las añosas edificaciones que alguna vez engalanaron nuestra urbe, constituidas en razón de vanidosa identidad, o los árboles del frondoso bosque que un día nos brindara generoso sombrío.

Desde cuando lo conocimos, en nuestra primera infancia, por allá en la añosa Calle 11 en el aún vigente centro de la ciudad, y con mi esposa en el entonces conocido Liceo Val, quedó sellada una incancelable amistad, que no fue otra cosa que la prolongación de la de sus padres el también Galeno Nicolás y su esposa Lucía que hundían sus raíces en el tolimense municipio del Guamo, prototipo de gentes sencillas, afectuosas y buenas, “…en el mejor sentido de cada una de esas palabras”, con mis progenitores, la que Joaquín Guillermo ratificó con largueza a lo largo de su fructífera y generosa existencia.

Infortunadamente, el terruño no le reconoció en vida sus méritos, ni lo exaltó en cuanto ciudadano, ejemplar hombre de ciencia y excelso coterráneo.

Mucho entristece que gente de estas calidades, nos vayan dejando pues el implacable paso del tiempo, se va llevando los valores humanos que le han dado orgullo y prestancia a la región. Junto a los míos y a aquellos que fuimos cercanos en el afecto al desenvolvimiento del exitoso periplo vital de Joaco en al país del Norte y testigos de su afecto por ésta su tierra, y que hoy percibimos en toda su magnitud la gran pérdida que conlleva su muerte para el Tolima, les estamos enviando un solidario abrazo a sus hermanos Eduardo, Julia y Lucía, a su esposa Beatriz y a sus hijos, a Juan Manuel Garrido y Pilar y a los hijos de éstos.

MANUEL JOSÉ ÁLVAREZ

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