Las heridas del agua

El poeta, filósofo, crítico y físico francés, Gastón Bachelard, en su famoso libro “El agua y los sueños” describe patéticamente lo que pudiéramos decir, le hemos hecho al precioso líquido: “Los nervios del agua están ahora al vivo.

Entonces el hacedor de tormentas hunde la varilla hasta el fondo; zahiere las entrañas de la fuente. Esta vez el elemento se molesta, su cólera se hace universal; la tormenta ruge, el rayo estalla, el granizo crepita, el agua inunda la tierra”.

Somos nosotros los hacedores de tormentas, deslizamientos, inundaciones, y todo el desfogue del agua herida. Hemos, no solo hundido la varilla hasta el fondo de la tierra para encontrarla, sino que también horadamos las entrañas de esta para sacar el esquivo metal o para acortar los caminos e incomodar su flujo. Cuando la tierra se satura de agua, ambas no tienen otra salida que precipitarse y nosotros nos quedamos llorando los muertos, evaluando las pérdidas y achacándole a la suerte o a los dioses la tragedia.


Hemos dejado al descubierto los nervios del agua al quitarle las raíces de los  bosques; hemos robado sus cauces naturales, construimos muros para coartar su libertad y envenenamos su cuerpo con las sustancias de la muerte que vierten las cloacas de la llamada civilización.


El agua está herida, hemos lacerado su origen al licitar la explotación turística de los páramos; alquilado la hidrosfera para que circulen silenciosas las naves del espionaje; lanzado dardos para interrumpir los ciclos y toneladas de tóxicos para que se derritan los glaciares, como si fuéramos los dueños del universo.


El agua está molesta, por eso se precipita con rabia sobre las ilusas construcciones de los humildes que solo encuentran libre las laderas de las montañas y las riberas de los ríos para reposar su angustia cotidiana. Pero no es que ella discrimine, simplemente fluye y a su paso, generalmente solo encuentra a los desposeídos, aunque esta vez ha ido más allá y se tomó las calles asfaltadas, los antejardines lujosos y los sótanos de edificaciones para advertirnos que su  venganza es inexorable.


Por eso en estas tardes en que el firmamento gris parece desplomarse sobre nuestras cabezas y las sombrillas no alcanzan a protegernos de la furia acuosa que se ensaña sobre el paisaje, debemos reflexionar un poco sobre nuestra culpabilidad y no achacar a la mala suerte este invierno que nos azota.


El agua nos provee de vida, pero también se encrespa y nos ahoga, a veces con la complicidad de la tierra y lo hace cuando se quebranta el principio sagrado que alguna vez cantara el poeta Paul Eluard “el agua es como una piel/ que nadie puede herir”


(*) Profesor Asociado UT

Credito
LIBARDO VARGAS CELEMIN (*)

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