Mi joven amiga

Por estos días sus pómulos adquieren los matices que van desde el rosado intenso hasta el lila desleído y encuentro en sus ojos, la alegría de un verano salpicado por débiles gotas de una lluvia tímida que no es capaz de remontar hacia el aguacero completo.

Yo la siento vital, como si estuviera estrenando año y en su sonrisa adivino el entusiasmo de estar mutando hacia una ciudad distinta, liberada de los lastres del pasado y engalanada con las delicadas aureolas dibujadas por los pinceles de la naturaleza.

Poco importan las afugias de no contar con un buen acueducto; mucho menos los alegatos de los políticos decadentes, ella se eleva por encima de los tejados oxidados y las miradas la persiguen por entre los callejones y se disparan los diafragmas digitales para perpetuar una imagen o recomponer un paisaje. Ella está de fiesta y su rostro se enciende  para complacer la visión  de las presbicias ambulantes o para enternecer a la adolescente que quisiera dormitar entre los capullos desafiantes.


El dolor de la eliminación del vinotinto amaina frente a la florescencia que se deja acariciar  por el sol y se precipitan luego sobre el asfalto gris que se tiñe de nostalgia ante el prodigio y en la séptima los ramajes se entretejen en una especie de alameda, para que  adquiera la dimensión de la postal de primavera europea y los transeúntes experimenten esa sensación de alivio que penetra por la mirada y se instala en los prados de un disfrute estético hermanado con las sensaciones que producen las pinturas o  las imágenes que recrean las palabras.


Desde el terraplén de la diez, el Centenario se erige como un mar de olas craqueladas de las que emergen las edificaciones diseñando una propuesta surrealista que nos entusiasma, porque estamos hartos de las mismas edificaciones afeando el horizonte  y configurando una imagen amorfa de una ciudad que no logra alcanzar ni siquiera su identidad arquitectónica.


Vuelvo a buscar sus ojos y la noto tímida. Todavía existen espacios como laceraciones sobre los separadores de la Guabinal. La quinta en cambio deja ver los torsos y flancos florecidos, como arandelas que se unen en esa  enorme  pollera  que se extiende por varias calles en una danza llena de ondulaciones. Ella está feliz, sus oídos no se cansan de escuchar los elogiosos comentarios de sus hijos e invitados, que casi al unísono le hablan de ese traje hermoso que se ha puesto desde julio.


Mi joven amiga sonríe, se siente orgullosa de esa vestimenta que ahora luce y que ha sido producto de lo que han sembrado varias generaciones para que ella pueda lucir el inconfundible florecimiento de los ocobos.


Credito
LIBARDO VARGAS CELEMIN Profesor Titular UT

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