Armero: Memoria y olvido

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Jorge Luis Borges afirmaba que “somos nuestra memoria, somos ese quimérico museo de formas inconstantes, ese montón de espejos rotos” y ahora que intento rescatar los recuerdos, esta descripción me parece real y veo desfilar ese enjambre de rostros que se agolpaban en las oficinas de un desvencijado parqueadero; un café de mesas y sillas metálicas salpicadas por el óxido; un ventilador asmático que mezclaba el aire caliente del mediodía con el grito monocorde de “Honda… Honda…” que pronunciaba instintivamente un hombre envejecido entre las filas de automóviles a la espera de pasajeros.

Por cualquier camino que se llegara a Armero, uno se encontraba con el vaho que ascendía por entre las casas y los árboles de matarraton y olía a mamey, un aroma suave que se quedaba engarzado en las aletas de la nariz, mientras en las afueras del pueblo el penetrante olor a insecticidas impregnaba el ambiente y el horizonte.

Siempre estuve de paso por la “Ciudad blanca” a excepción de una temporada de un mes, en que pude comprobar que ese pueblo lograba embadurnarme la piel de una sensualidad especial y encontraba en los rostros morenos de las mujeres que caminaban rumbo a las heladerías, el alimento visual que me reconciliaba con la vida.

Ese “quimérico museo de formas inconstantes” del que hablaba Borges, desfila hoy, veintinueve años después de que desapareciera Armero y ya no puedo describir el parque, tampoco el estadio, mucho menos los amigos. Todo es una amalgama, unas voces que ya no se recuperan, unas carcajadas que se hundieron en el fango y ni siquiera el rostro de esa chiquilla temblorosa que en una noche de apagón, posó sus húmedos labios sobre mi pómulo izquierdo y se marcho trastrabillando.

Ese “montón de espejos rotos” reflejan imágenes, de cuya identificación no estoy seguro. Solo sé que a Roberto Herrera se le acabaron los banquetes opíparos; que el cuerpo menudo de la médica Gissi Giampaoli jamás fue encontrado; que al veterinario Osorio lo vieron por última vez ahorcajado en un árbol cerca del hospital y que a Luna, el amor lo hizo regresar en moto, unas pocas horas antes de la avalancha, para atraparlo definitivamente entre el lodo y las cenizas.

Pero si la memoria me permite esos resquicios, el olvido ha terminado por borrar sabores, calles y rostros. No puedo identificar los rasgos de “Moncho” Rodríguez, el alcalde que murió cumpliendo su deber, ni los de la hermana del señor Preciado; ni el de la amiga con quien recogíamos en navidad, el musgo en el Cañón del Combeima y muchos otros que sepultó la avalancha.

De Armero solo me queda un poco en la memoria y mucho en el olvido.

Credito
LIBARDO VARGAS CELEMIN Profesor Titular UT

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