La profesora Fernanda

libardo Vargas Celemin

Desde niña, Fernanda estaba segura de que su profesión sería la docencia. No lo dudó jamás, aunque en los test de exploración profesional a los que la sometieron en el colegio, aparecieran otras opciones como la de trabajadora social, psicóloga y hasta enfermera. Ahora piensa que todas tenían un denominador común: servirle a la gente, especialmente a niños, por quienes siempre ha experimentado un afecto especial. Por eso cuando, después de grandes peripecias la familia aceptó ayudarla para que estudiara, se matriculó para ser licenciada.

Las palabras ejercieron siempre cierta atracción, inclusive a muy temprana edad intentó escribir algunas coplas y se entusiasmó por la lectura, pero en la universidad se matriculó en una licenciatura con énfasis en básica primaria. El día que le entregaron su grado se sintió una mujer realizada. Por primera vez vio brillar el rostro avejentado de su padre y una sonrisa cómplice de su madre. Cerca de cinco años había pasado en una universidad pública para ser una gran profesora y de paso asumir un rol distinto en la familia, había llegado el momento de comenzar a retribuirle los esfuerzos de todo orden, especialmente los económicos.

Los primeros seis meses de haber obtenido su título se le fueron en largas jornadas dejando hojas de vida en cuanto cuchitril encontraba con el nombre de jardín, liceo o colegio.

En dos o tres oportunidades aceptaron sus servicios y tan pronto preguntaba el valor que le iban a pagar, recibía un mazazo sobre su rostro. Ni siquiera le alcanzaba para cubrir el valor de la buseta que la llevaría de la casa a su “trabajo” todos los días, por eso renunciaba antes de asumir el ejercicio de su profesión. Sin embargo la docencia era su proyecto de vida.

Se presentó a las pruebas oficiales para proveer vacantes, obtuvo uno de los primeros lugares. Le dijeron que estaba en lista de elegibles y así pasaron varios meses, hasta que una mañana le llegó una citación. Debía posesionarse como profesora de una escuela en una vereda que ni siquiera aparecía en el atlas del departamento. Y aceptó.

Hoy, la profesora Fernanda recorre las calles de la ciudad marchando junto a historias de vida como la suya. Se siente un poco extraña, quisiera estar orientando los cuarenta muchachos de los tres grados que atiende en su escuela. Ha hecho todos los cálculos posibles y comprende que, con ese sueldo, no podrá hacer una maestría, por eso corea casi con rabia las consignas que exigen aumento de salarios y condiciones dignas de trabajo.

La profesora Fernanda, a pesar de todos los inconvenientes sigue creyendo que lo suyo es la docencia, no importa que tenga que luchar para ejercerla.

Comentarios