Pánico ortográfico

libardo Vargas Celemin

Recibí un mensaje de una amiga en el que me preguntaba si era legal que por tener mala ortografía, la podían despedir. Ella tiene dificultades cuando me escribe.

Tal vez sus dedos gruesos no se han adaptado a su celular y por eso le aparecen palabras incompletas, se le intercalan mayúsculas, desaparecen las vocales y cuando se le agotan las ideas, acude a las caritas amarillas para completar el sentido.

Por eso está preocupada por las dos noticias de la semana anterior sobre la ortografía. En igual sentido Tito Vega, un inquieto patólogo, me hizo partícipe de una reflexión irónica titulada “Estoy asustado” precisamente por deslices ortográficos que le pueden costar el puesto.

La primera noticia se refiere a la decisión de la Sala Disciplinaria del Consejo Superior de la Judicatura, que revocó la sanción contra un juez, por haber declarado insubsistente a una funcionaria que cometía errores garrafales y que alegaba que eso era acoso laboral.

La segunda es la suerte que corrió un rotulador de la televisión puertorriqueña el martes 15, cuando en plena transmisión del acto inaugural del Congreso de la Lengua Española escribió: “Su magestad Felipe VI”. El subtítulo sólo estuvo diez segundos en las pantallas de millones de televisores, tiempo suficiente para que el autor pasara de la TV al asfalto.

Para tranquilidad de mis dos amistades quiero contarles mi experiencia con la ortografía. Tal vez le sirva de algo. Por muchos años renegué de ella. No soportaba a don Arturo Abella con su sonsonete de “Diga… No diga”. En el año 1977 estuve tentado a enviarle una carta a García Márquez felicitándolo por su artículo “Jubilemos la ortografía, terror del ser humano desde la cuna”.

Igualmente busqué la dirección de Antonio de Nebrija para apoyarlo en su propuesta de “escrivir como pronunciamos i pronunciamos como escrivimos”, pero me enteré que este era el autor de la primera gramática de la lengua castellana y que había muerto hacía más de cuatrocientos años sin que nadie le hubiera hecho caso.

Un día tuve plena claridad de que la ortografía seguiría por siempre y me cansé de soportar las críticas de profesores y compañeros por mis continuos errores idiomáticos. Entonces me convencí que era más fácil estudiarla. Lo primero que hice fue asesorarme de tres amigos, los diccionarios de la Real Academia, el de sinónimos; y el de las conjugaciones verbales. Además complementé mi estudio con textos sobre dudas y dificultades. Ahora hasta veo a “Cleóbulo con tilde” y las aventuras del “Profesor Súper O”.

He mejorado, pero todavía me falta. Pero les recomiendo que se apropien de un método infalible: leer, escribir y corregir mucho. Así que comiencen ya, pues vale la pena tener buena ortografía y además conservar el empleo.

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