De códigos y policía

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Hace apenas dos generaciones, cuando los padrinos preguntaban a sus ahijados: ¿Qué quieres ser cuando grande?, tres de cada dos niños respondían: ¡Yo quiero ser policía! La respuesta se gratificaba con cinco centavos para dulces. Mucha plata. Claro, en las adineradas familias bogotanas de rancio abolengo les daban veinte centavos para que dijeran: ¡Yo quiero ser presidente! Y, cosa increíble, eso fueron y son.

Y es que al policía urbano se le veía como otro ángel de la guarda, socio diurno del invisible nocturno que reprimía las tentaciones de la carne. Por ese pasado, uno desearía que el policía perdurara como paradigma de las nuevas generaciones, y que la institución creciera más en transparencia, confianza y credibilidad en estos tiempos difíciles para quienes tienen el deber de imponer ley y orden en un país sumido en la indisciplina social y emponzoñado por la corrupción.

Ojalá la actualización del Código de Policía que se cocina fortalezca las atribuciones de la entidad en su lucha contra bandas criminales que nos aniquilan y facilite su acción en una sociedad dónde el menú delincuencial se diversifica: droga, ciberespacio, medio ambiente, abuso de menores; y también que recorte la sobreprotección jurídica al malhechor para evitar la frustración de ciudadanos y agentes: “¿Pero qué hacemos?, nosotros los agarramos y al rato los sueltan…”

Un siglo atrás, cuando aún había casos de abigeato en la Plaza de Bolívar, los códigos dicen que eran menores las cargas de los uniformados: “Los vagos y locos furiosos” -por fortuna, versiones modernas están recluidos en corporaciones públicas-; “El control de las mujeres públicas ó de reconocida mala vida” -hoy, gozonas ‘damas de compañía”, apetecidas por guardaespaldas presidenciales-; “Acabar con las trifulcas de borrachos en botellerías y chicherías” -hoy cruentas vendettas en pubs y jazz bars-; Evitar que los espectáculos públicos tuvieran “escenas, palabras o conceptos contrarios a la moral, decencia y buenas costumbres” -actualmente, en cualquier sótano triple XXX, se ve más piel que en una curtiembre-.

Los jefes de policía tenían potestades de juez: Aplicar elevadas multas “de $2 a $10 pesos”, según la contravención; sentenciar hasta treinta días de reclusión a los reincidentes; inmovilizar a “los que anden por las calles con fardos, cestas u otros objetos voluminosos que embaracen el tránsito” (¡los eternos ambulantes!); nominar a los niños expósitos “dándoles un apellido, pero este no se tomará de las familias conocidas del departamento” (aunque maliciaran la paternidad); y el deber de “proteger a la mujer apenas púber que va a vender en el arroyo su pudor” (no existían las redes sociales).

Paz ciudadana implica profundo respeto por el policía, significa enseñar a los jóvenes a no vejarlos ni agredirlos, y a no tratarlos como ciertos arrogantes funcionarios que les espetan con lengua empelotada: “Téngame la cerveza para poder sacar el pase. Y no olvide, lo puedo dejar sin empleo”.

Credito
POLIDORO VILLA HERNÁNDEZ

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