¿Guardaespaldas o psiquiatra?

Polidoro Villa Hernández

“Jamás examiné el alma de un hombre malo; pero una vez examiné el alma de un hombre bueno, ¡y retrocedí espantado!”. La descarnada afirmación de François de La Rochefoucauld, famoso por sus “Máximas”, incita a especular: ¿Qué diría el pensador si hoy pudiera examinar -entre otros engendros- el alma maligna de uno de nuestros prohombres que apoyado por fusiles paramilitares sacrificó y desplazó familias enteras para agrandar sus ya extensas propiedades? ¡El francés se chiflaría!

La temática de la literatura popular colombiana, pródiga en paisajismo, manantial de culebrones melodramáticos y pasionales, y folletines efectistas del narcotráfico, ha fallado al no escudriñar, diseccionar y mostrar la personalidad de nuestros histriónicos dirigentes -nacionales y de provincia-, en muchos de los cuáles se perciben alteraciones psicopatológicas y perversiones sociopáticas que aporrean al país: narcisismo, megalomanía, tráfico de sueños imposibles, amnesia de su origen familiar y político, manía persecutoria, morbosa inclinación hacia la venalidad, confabulaciones, cleptomanía, rapacería y malversación.

¡Qué tragicómicas obras, telenovelas y películas podría realizarse teniendo como insumo la vida de estos peligrosos comediantes!

Lo triste de morar en países latinos devotos, que sobreaguan entre la pobreza y la resignación, entre la ignorancia y el esnobismo, es que no surgen líderes extravagantes, exóticos. Por ejemplo: Gobernantes que coman gente –y no me refiero a Silvio Berlusconi en sus Bunga Bunga-, hablo del presidente caníbal de Uganda, Idi Amín Dada, goloso que mantenía corazones y muslos de rivales y amantes en el congelador de su despacho, como por aquí guardamos sobras del almuerzo. ¡Ese sí era un político gourmet que se alimentaba de pueblo!

O Locos de atar como un dictador de Turkmenistán que ponía su nombre a cuanto aerolito pasaba; o contar con un dictador bolivariano que habla con un pajarito (los mandatarios colombianos perdieron la facultad de hablar con ‘pájaros criminales’ a mediados del siglo XX). O del autócrata norcoreano que regó el cuento de que el clima siempre reflejaba su estado de ánimo y, que además, nunca necesitaba ir al baño. O de un macho alfa anormalmente hiperactivo como Kennedy con las rubias. Aquí, debemos conformamos con la vulgar demencia de vulgares saqueadores del erario. Nada excitante.

Cuando nuestros burócratas pasan raudos en sus carros blindados, dentro de los cuales anidan confiados como en la cuna de mimbre de su infancia, uno desearía que a su lado, en lugar de un guardaespaldas, estuviera un psiquiatra consejero que corrigiera sus desvíos para bien de sus electores.

Los norteamericanos, que fustigan sin piedad a sus congresistas, en vísperas electorales desempolvan un viejo chiste: ‘Todo político en campaña ansía volverse encantador y popular como Mickey Mouse, para que la gente olvide que es una rata’.

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