Piano a la espalda

Polidoro Villa Hernández

Una vecina recelosa -a la que el marido teme porque tiene la perspicacia de saber, con sólo con una mirada inquisidora a ojos y mejillas, si él viene de la oficina, ‘o de otra parte’-, descubrió que el nuevo presidente, con sólo trece días en el poder, presenta signos de fatiga: visibles ojeras, bolsas en los ojos, piel menos radiante que en época de campaña y un evidente cansancio que hace que su voz tenga un tono pausado, más grave. La clarividente aficionada tiene algo de razón. El poder desgasta, y más cuando se gobierna un país donde la gran mayoría hace lo que le da la gana pensando sólo en su personal beneficio.

El poder es una entelequia. Lo resumió un líder gringo: “Ser presidente se parece mucho a administrar un cementerio: hay mucha gente debajo de nosotros y nadie nos hace ningún caso”.

Poder real sería si todos los funcionarios públicos fueran solidarios en cuerpo y alma con los programas de un mandatario e hicieran lo que él quiere para alcanzar el bien común. Y que 48 millones de ciudadanos no buscaran que el Estado les resuelva todos sus problemas personales. Una utopía. Por eso prosperan las dictaduras en estas latitudes: adhesión a la brava a las ideas totalitarias del Gobierno, con el argumento irrefutable de las armas oficiales.

Asombra la ambición de algunos políticos criollos cuya obsesión de poder termina por crearles un problema de salud mental, una esquizofrenia. ¡No! Así gane $30 millones y tenga carros, casa y beca, y vaya a figurar con una parca nota en los libros de historia, ser Presidente del país es un ‘camello’ que envejece prematuramente: 10 años por cada 4 en el poder.

No genera bienaventuranza recibir todos los días ‘palo porque bogas o palo porque no bogas’; sufrir a diario el mordaz escalpelo de caricaturistas ingeniosos e informados; inaugurar obras iniciadas por gobiernos anteriores; que los pobres lo tilden de oligarca y los ricos de comunista; tragarse los ‘sapos’ de tener que alternar con políticos corruptos que le meten la mano a la justicia, pero que son los dueños de los votos. Lanzar promesas a sabiendas que las limitaciones presupuestales no le permitirá cumplir.

Sufrir por las expectativas de huelgas sindicales, estudiantiles y gremiales que paralizan el país; combatir la corrupción pero estar vigilante para evitar que algún ministro utilice información privilegiada para favorecer al grupo amigo que más tarde lo recompensará cuando salga del Gobierno; bailar champeta con la oposición de izquierda y vals con el Imperio que hace ‘exigencias indecentes’ a la patria; mesarse los cabellos cuando un político de apellidos proceros y muchos votos cautivos, le pide que nombre a su niña -ingeniera de sistemas agropecuarios-, como agregada cultural ¡en Paris!

Independiente de cualquier ambición humana que lo mueva, quién busque ocupar la primera magistratura es masoquista por vocación. Filósofo atinado Darío Echandía, cuando lanzó la frase que ha tenido tan múltiples interpretaciones: “¿El poder para qué?”

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