¿Cunde la rabia?

Polidoro Villa Hernández

Anteayer sorprendió la ardentía de un empresario que hablaba sobre los peligros de la rabia. Al principio parecía que se iba a referir a otra emblemática revuelta cultural como “Mayo del 68” en París; o que recordaría el 2016 que bautizaron como ‘año de la rabia’ por tantos paros, protestas, represiones y gases lacrimógenos en las calles del mundo; o que debatiría la salida del forro de algún funcionario irascible zahiriendo a sus críticos.

Pero no. Él, obsesivo canófilo, pontificó sobre la enfermedad zoonótica viral de los perros, cuya recordación mundial era ese día. Único apunte rescatable de su perorata: “Si un perro muerde a un hombre y le transmite la rabia, es una zoonosis y, si un varón le prende algún mal al can, sigue siendo una zoonosis.” ¡Animales los dos! Uno más listo que el otro, claro. El sociólogo del corrillo derivó el tema a señalar excesos que hoy generan en el mundo rabia social, enojo, desencanto, desconfianza, incertidumbre y hostilidad en individuos y comunidades –fenómeno ya de salud pública- y que hace tan difícil la convivencia de las naciones:

La desesperanza que causa la sociedad de consumo que impulsa al individuo a ganar más y más dinero para comprar cosas inútiles, que no contribuirán a su felicidad ni a la salud del planeta, y al uso de afeites para esconder la vejez, aunque se tenga arrugada hasta el alma; la competitividad desaforada que presiona al hombre, desde niño, para que vaya más lejos, más alto, más rápido, sin piedad con el prójimo, y sin espiritualidad. Por eso abunda la depresión. El declive de muchas religiones que resultaron ser más codiciosas, timadoras y deshumanizadas que cualquier financiera multinacional. Muchos creyentes perdieron los ahorros espirituales que en ellas habían depositado para su salvación eterna.

La deificación y adicción a los artilugios tecnológicos, que crean la sensación de paraíso artificial, de escape ficticio, de ilusoria individualidad creativa, de fatuo poder, que aísla cada vez más a los miembros de la familia, así estén sentados compartiendo la misma mesa. El diabólico negocio de las drogas, convertido en venta de golosinas en las puertas de los colegios, que quebrantan vida y futuro de niños y jóvenes.

La ineficacia del Estado y la ineptitud de sobredimensionadas y costosas nóminas burocráticas armadas para pagar favores políticos; la pérdida de credibilidad en la democracia y la impotencia para defenestrar las mafias del poder que solo persiguen acrecentar capitales mal habidos y que nunca se conectan con las necesidades de la gente.

La desventura de ver permeadas por la corrupción a las instituciones más sagradas. La frustración de sentir que viviendo en países ricos en recursos naturales, y presuntamente democráticos, la economía y las condiciones de vida de la gente empeoran.

Además, como anotaba con acidez un crítico, el infortunio de percibir cómo los derechos humanos del ciudadano se quieren reducir a ‘Ver, Oír y Callar’.

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