Encementar el paraíso

Polidoro Villa Hernández

Los ignaros en urbanismo nos preguntamos: Con los recursos naturales de que dispone Ibagué, las candentes noticias de calentamiento global, la llegada de desplazados, y la migración de hermanos venezolanos: ¿Hasta dónde debe crecer racional y saludablemente nuestra ciudad?

Los demógrafos advierten que a mediados de este siglo el 70% de la población mundial vivirá en ciudades. En Colombia superamos esa cifra: según el Censo del 2018, el 77.8% de los habitantes vive -¿se hacina?- en congestionadas cabeceras municipales precarias en naturaleza, agua y servicios públicos y, en muchos casos, con POT’s acomodaticios a la medida de una codicia que es poco sensible al paisaje.

Mientras en Brasil y Perú -en función de sostenibilidad urbana- Estado y sector privado cuidan con celo el verde existente, promueven la siembra de miles de árboles, gestionan ciudades-parque y extensas zonas forestales, y preservan bosques urbanos para atenuar la polución y las altas temperaturas, dar aire saludable a los niños, regular los ciclos del agua, incrementar el valor de las viviendas y almacenar carbono, aquí reservas naturales, espejos de agua y humedales, son una invitación a cubrirlos con cemento. En algunas urbanizaciones pretenciosas, cuatro palmeras de maqueta las venden como bosque exuberante.

Por eso causa desazón la noticia de que están siendo infructuosas las bien intencionadas acciones del alcalde Jaramillo, para llegar a un acuerdo que permita crear un parque ambiental y recreacional en ese indispensable pulmón de Ibagué que es el área verde de la que fuera la benemérita Escuela Agronómica de San Jorge. ¿Prevalecerá el concreto y el prosaico beneficio económico sobre la sensibilidad ambiental y la rentabilidad social? Ojalá que no. Los niños merecen la felicidad del disfrute de la naturaleza y menos del encierro sin alma de los centros comerciales.

Quienes de niños tuvimos el privilegio de hacer nuestra primera ‘larga travesía’ en bicicleta yendo a San Jorge por una carretera bordeada de cafetos y llegar veloces por su admirable alameda; de conocer los lotos y pescar carpas en su lago; de ver cómo funcionaba un trapiche y gozar de sol y aire fresco en un mágico e inmenso espacio, no imaginamos ese pedazo de edén ocupado por moles de concreto con su cuota letal de contaminación.

Por siglos, para apoyar una fecunda labor cuyos beneficios en la comunidad son innegables y plausibles, generosas familias donaron dineros y propiedades que hicieron muy ricas a las comunidades religiosas. Por ello, ahora no es desatinado pedir a la Comunidad Salesiana que, en consonancia con el desprendimiento que nos inculcó en las clases de religión sobre desapego a lo terrenal, propicie un generoso arreglo para que este Bien de Interés Cultural Nacional revierta a la comunidad Ibaguereña, lo que hará que generaciones venideras tengan un imperecedero y agradecido recuerdo del paso Salesiano por estas tierras.

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