A alguien le debe tocar

CORTESÍA DE XANA GONZÁLEZ - EL NUEVO DÍA
El sorteo de la Lotería de Navidad, es el evento más importante del año en España.

Madrid

“¿Es que eres gilipollas? ¡Si lo cobras en el banco, Hacienda se queda con el 20%! ¡Tienes que pedir que te lo entreguen en efectivo!”, exclamó el hombre de chaqueta marrón tomando un sorbo de Mahou y golpeando con el dorso de sus dedos el pecho de su compañero calvo.

“¿Qué dices? ¡Mándalo a un fideicomiso y deja que pase un año antes de retirarlo!” intervino el más canoso de los tres notablemente ofuscado por la incompetencia financiera de sus amigos. Esa era la única conversación que España estaba teniendo desde hace semanas en las calles, en la televisión o en los bares de tapas como ese. Conforme se acercaba la inefable fecha del 22 de diciembre el país en pleno se desvelada soñando con ganarse el premio gordo de la Lotería de Navidad y debatía en candentes tertulias espontáneas la mejor forma de reclamar el premio de 4 millones de euros sin pagar impuestos.

La Lotería de Navidad es una tradición tan arraigada en la sociedad española como la llegada de los Reyes Magos en enero, y no es para menos si tenemos en cuenta que se viene sorteando desde 1812. Es decir, si nuestra independencia se hubiese retrasado un suspiro más, hasta nuestros tatarabuelos habrían podido apostar algunas monedas en las plazas de mercado del Virreinato de la Nueva Granada. Desde entonces, religiosamente todos los julios los 100.000 números que entran en juego, cada uno con 170 series de a 10 fracciones o “décimos” por serie, salen a la venta en las casetas de apuestas oficiales. Los más fieles apostadores comprarán la misma cifra que hace décadas, mientras otros esperarán que la política dicte los designios del azar. Tal fue el caso del 31518, el número más solicitado de 2018 por coincidir con la fecha en que triunfó la moción de censura contra el expresidente del gobierno, Mariano Rajoy.

“Lo siento, la fila está cerrada”, dijo el guardia colosal que nos cierra el paso articulando un español pastoso con glaseado soviético. Como si se tratara de la entrada al concierto del año, la fila que se forma a las afueras del mítico local de apuestas “Doña Manolita” da la vuelta a la Calle del Carmen y se pierde hacia la distancia.

“Aquí siempre cae alguno de los premios grandes, por eso tanta gente viene a comprar” me explica mi novia mientras el personal de seguridad sigue conteniendo y organizando a la multitud con postes separadores como de banco. Doña Manolita es el símbolo madrileño de la suerte. La ilustración de su rostro, bien sea fidedigno o inventado, forma parte de la decoración misma de la Navidad y es usado hasta por los revendedores para bañar su mercancía de la mística ganadora que trae consigo. El Rey y Doña Manolita son fácilmente las dos caras con mayor recordación de toda la península.

Se estima que cada español gasta en promedio cerca de 67 euros en décimos de la Lotería de Navidad (algo como 250.000 pesos), lo que le alcanza para comprar tres trozos de papel cargados de ilusiones que tienen impreso el número apostado y una pintura religiosa de turno con la Virgen María y el niño Jesús. Pero contrario a nuestro Baloto o loterías departamentales, la lógica del sorteo de diciembre no es acaparar boletos sino regalarlos o intercambiarlos entre amigos y familiares. Con más de 15.000 premios que van desde 9.999 reintegros del valor apostado si se atina el dígito final (o “Pedrea”, como le llaman aquí) hasta 13 grandes premios de más de 60.000 euros, el 15% de los apostadores se irá con algo a casa y por ello se fomenta el apostar en comunidad buscando aumentar las probabilidades.

Sentados en pijama en la sala de la casa mi novia y yo, al igual que el resto del país, desayunamos viendo las cinco horas de transmisión ininterrumpida en las que dos tómbolas gigantes, una con las bolas de los números y otra con las de los premios, giran hasta que se acaben todas, mientras parejitas de niños del Colegio de San Ildefonso canturrean con la misma melodía cientos de premios de 1.000 euros y esperan en silencio y cruzando los dedos cumplir el sueño escolar para el que se vienen preparando durante meses: cantar el Gordo.

“Tres mil trescieeeentos cuarenta y sieeeete” canta Carla a las 12:36, a lo que Aya su compañera de escenario responde casi gritando “Cuatro milloooones de eeeeuros”. El público del Teatro Real que hizo fila desde la noche anterior para vivir ese momento se pone de pie y estalla la algarabía, ellas tratan de seguir cantando las cifras mientras se dirigen a la mesa de los jueces para enseñar las bolas afortunadas, pero la voz se les ahoga en lágrimas de alegría y las manos les tiemblan de emoción. La gente grita, aplaude, se abraza, toma fotos y transmite en vivo desde sus celulares. Es el clímax de la Navidad española. Carla y Aya sonríen mientras sollozan porque saben que con esas esferas de madera en sus manos no solo han fabricado una nueva camada de millonarios, sino que también han alcanzado la inmortalidad y para siempre serán recordadas como las niñas del Gordo de 2018. Al día siguiente su foto estará en la portada de todos los periódicos y no habrá canal de televisión que no quiera entrevistarlas. Oficialmente acaban de convertirse en celebridades.

Entonces empiezan a surgir las historias aquí y allá: La del niño de Bilbao que ganó con un décimo que le regalaron en el colegio, la del colombiano que vino de vacaciones a Granada y se volvió millonario, la de la abuela de 80 años que va a llevar a sus quince nietos a Disney, etc. Mientras tanto, las empleadas de Doña Mañolita bailan y abren champañas ante los noticieros para celebrar que otro año revalidan su reputación, al tiempo que invitan a la gente a comprar ya sus boletos para la Lotería del Niño de enero porque, como dicen en la calle, a alguien le debe tocar.

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Credito
FUAD GONZALO CHACÓN

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