Hay que parar las masacres

Alfonso Gómez Méndez

El país no puede seguir indiferente ante el alarmante deterioro del orden público reflejado en masacres, asesinatos selectivos de desmovilizados y líderes sociales, crímenes contra soldados que participan en erradicación de cultivos ilícitos, feminicidios y, para rematar, de nuevo desplazamientos forzados.
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Para ocultar la gravedad de este fenómeno son inaceptables los eufemismos. Esa indiferencia se refleja en que solo nos “pellizcamos” ante imágenes conmovedoras y atroces como la de los niños brutalmente asesinados al parecer por intolerancia -delito que por suerte anda en vía de esclarecerse, por la acción combinada de Policía y Fiscalía- y los ya casi diarios levantamientos de cadáveres en Nariño, Cauca, Chocó, Catatumbo, Bajo Cauca antioqueño, Huila o  Córdoba.

Ya pocos recordamos el desgarrador cuadro del niño de nueve años -¿qué será de él?- que presenció el asesinato de su madre, María del Pilar Hurtado -valerosa líder afrodescendiente- en Tierralta, y nacida en Puerto Tejada. Y eso es lo habitual: que la impresión de un crimen es “tapada” por otra igual o peor.

Se olvida que la razón de ser del Estado es la  protección de la vida, para lo cual la Constitución les confiere a sus Fuerzas Militares el monopolio en el uso de las armas en acciones legítimas de ese Estado. Pero, cruel paradoja, lo que vemos son  grupos armados de todos los pelambres y múltiples ropajes: disidencias de las Farc, autodefensas “gaitanistas”,  Pelufos, Clan del Golfo,  ELN y otros.

Ese  principio constitucional es el que urge rescatar para devolver a los colombianos la tranquilidad y el sosiego, máxime hoy, cuando tenemos  unas Fuerzas Armadas y de Policía profesionalizadas. Tal vez por eso el Consejero de Seguridad Rafael Guarín anuncia visitas a las guarniciones militares y de Policía de todo el país para revisar estrategias que a mi juicio deben cambiarse.

No es excusa afirmar que las muertes son el producto de luchas entre bandidos porque el Estado se instituyó no solo para que no se mate a los buenos, sino también para que los malos no se maten entre sí. Incluso, hay que revisar la terminología. No es legítimo seguir “explicando” crímenes argumentando que se presentan en “ajuste de cuentas” ¡como si la pena de muerte estuviera institucionalizada!

Es verdad que el gobierno anterior cometió el grave error de no “copar” de  inmediato las zonas que abandonaron las Farc por cuenta del Proceso de Paz, lo que permitió la proliferación de esos grupos. También, como lo reconoce el ex presidente Santos, fue equivocado anunciar el  pago por sustitución de cultivos, lo que pudo haberlos disparado. Pero no todos los crímenes pueden atribuirse a los cultivos ilícitos. Ni siquiera al narcotráfico, fenómeno  frente al cual es urgente revisar si la forma como lo hemos afrontado ha sido la más eficaz.

A veces, más importante que atacar los cultivos es hacerlo con toda la cadena: precursores químicos, tráfico, lavado de activos, enriquecimiento ilícito y pecaminosas alianzas con políticos y agentes del Estado.

Tampoco parece eficaz la socorrida fórmula de hacer consejos de seguridad después de cometidas las atrocidades. Valdría la pena hacerlos permanentes para prevenir que ocurran, y exigir responsabilidades por falta de resultados.

Y en algún momento deberíamos revisar la política de ofrecer “recompensas” a quienes informen a las autoridades sobre la comisión de delitos. En primer término, va en contravía de la norma constitucional que obliga a todos los colombianos a “colaborar para el buen funcionamiento de la administración de justicia”. Y en el fondo cuanto se dice es que es una sociedad que solo actúa por ánimo de lucro.

En segundo lugar, no han sido pocos los casos en  que el manejo de esas recompensas  se ha prestado para hechos de corrupción que desprestigian a nuestra Fuerza Pública. Además,  no deja de tener  cierto tinte “clasista” cuando los montos son proporcionales a la importancia política, económica o social de la víctima.

Esta espantosa coyuntura podría aprovecharse para revisar de manera integral la forma como desde el Estado se  maneja hoy el problema del  orden público, una de las funciones esenciales del Presidente de la República.

ALFONSO GÓMEZ MÉNDEZ

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